DAVID GISTAU-EL MUNDO
ME DECEPCIONARÍA que los alardes cruzados entre Teo Egea (PP) y Víctor Sánchez (Vox) quedaran en nada. «Para qué discutir si puedes pelear», dice Loquillo en Feo, fuerte y formal, canción dedicada a John Wayne, y éste es el atolladero en el que ambos se han metido al lanzarse desafíos que oscilan entre el tatami y el campo de rugby. Afortunadamente, no se han retado a escupir huesos de aceituna. Ni a ver quién mea más largo. Ni a someterse a juicios de Dios, que es una posibilidad tradicionalista en la que aún no ha reparado la alt europea. Pero, como ahora no pase nada, me pongo a cacarear. Nada hay más degradante entre hombres de morrión y Reconquista que la fanfarronería, la palabrería de fogueo. La verdad es que empezar a organizar peleas y competiciones de palestra en el Hemiciclo sería una fiesta para los cronistas y un alivio para la precariedad argumental del bloqueo. Hágase.
En la derecha actual se dan dos circunstancias por las cuales era inevitable terminar batiéndose, al menos de boquiqui: la efebocracia, que ha colocado en puestos de responsabilidad a instagramers que cultivan el narcisismo atlético –he ahí a Teo, inmune al sentido del ridículo–, y el retorno vindicativo de una masculinidad a caballo que roza la autoparodia cuando, por ejemplo, los diputados de la nación establecen diálogos basados en el españolísimo a que no hay huevos. Que lo haga yo, que soy primitivo, anacrónico y tengo alma de pandillero, pase. Pero en el escaño a lo mejor convendría seguir metiendo citas de Azaña y esas cosas.
Con todo, si una vez lanzados los desafíos ya no hay vuelta atrás, que es lo que creo, busquemos alternativas más fotogénicas que el judo o el rugby. Más apegadas al sentido del honor de esa Europa perdida que inspira ciertas nostalgias. Instauremos los clubes de esgrima –Mensur– que hicieron furor en los círculos universitarios austrohúngaros y cuya crudeza queda atestiguada por el hecho de que ningún estudiante que participara era tomado en serio mientras no presentara en el rostro las cicatrices de honor, las schmisse. Las cicatrices espantosas que Otto Skorzeny lucía en su mejilla no eran consecuencia de alguna herida sufrida en combate con los comandos de las SS, sino de la devoción que tuvo, durante sus años de estudiante en Viena, por estos duelos que ahora proponemos como solución para las tensiones internas de la derecha.