El gran Borges, al que tantas veces acude el escribidor en busca de consuelo, afirmó que para el comunista todo lo que no comulgue con sus principios es, por definición, fascismo. Y que eso era tan estúpido como afirmar que no ser católico equivale a ser mormón. La falacia zurda apoyada por esos nuevos garduñeros que desean una España reconvertida en patio de Monipodio se ha convertido en ley, y la gente anda cuidándose muy mucho de lo qué dice o hace para no ser tildado de facha. Así está el personal, sentado en sus sofás, esperando a que finalice la pseudo tregua navideña, con miedo a todo lo que se anticipa por poco que uno sepa leer los titulares, viviendo entre el temor y el placebo del milagro político que no ha de obrase por incomparecencia de quién podría hacer algo al respecto.
España vive en un estado similar al ciudadano que pasea tranquilamente a su perro por la calle, ajeno a que a miles de pies sobre su cabeza, un avión acaba de dejar caer una bomba atómica. Es una variante del gato de Schrödinger, está vivo a la vez que muerto, respira y cree que vive pero para el que ha lanzado el instrumento de muerto es un cadáver efectivo. La sociedad, nuestra sociedad, se empeña en seguir paseando a su perro como si nada ocurriese, como si todo formase parte de una normalidad ajena a ella.
Pero sí digo que estamos a cinco minutos de la catástrofe y que se está cometiendo un liberticidio de estado de proporciones colosales que tiene origen, nombres y apellidos
¡Cuántas veces he tenido que escuchar en los últimos tiempos en boca de personas aparentemente inteligentes que lo que le pasa a nuestro país son cosas de políticos y que, más pronto o más tarde, se acaban solucionando! Es la última esperanza a la que se aferra el individuo: al final, todo acabará bien. La misma reflexión que se hacían los alemanes al final de la guerra mundial con las cacareadas armas milagrosas de Hitler. La misma con la que el propio Führer se autoengañaba pensando que los ejércitos de Busse o de Wenck vendrían en ayuda de un Berlín fatalmente sitiado por los ejércitos soviéticos del mariscal Zhukov.
Es la obcecación, la contumacia en la ceguera política, el cansancio intelectual, los que nos hacen no querer ver la catástrofe. Créanme, no hablo por hablar. Las cifras económicas son para asustar a cualquiera que sepa leer una simple hoja de Excel, ya no pido más. España sufre una bancarrota física y moral sin precedentes mucho más graves que cuando el desastre del noventa y ocho. Entonces perdimos las colonias –que no eran tal, sino provincias españolas-, las instituciones se desmoronaban por culpa de la inacción, la corrupción y el cabildeo de los líderes políticos y la nación que un día gobernó un mundo se quedaba, vejada y pobre, abandonada en el andén de la historia viendo pasar el tren de la misma sin posibilidad de alcanzarlo. Aquella desgracia tuvo, al menos, mentes lúcidas que supieron describirla con precisión quirúrgica como Pío Baroja. Ahora, ni eso porque son poquísimas las voces que se alzan desde unos mínimos de rigor filosófico e intelectual para señalar que estamos a punto de precipitarnos por el abismo. Desde mi modestísima posición y mis pobres luces, lo digo con claridad: vamos a la ruina como sociedad. Créanme, no soy ni quiero ser tremendista o agorero. No pretendo amargarle la fiesta a nadie ni mucho menos refugiarme en ese pesimismo estéril que tanto ayuda a los destructores de la nación. Pero sí digo que estamos a cinco minutos de la catástrofe y que se está cometiendo un liberticidio de estado de proporciones colosales que tiene origen, nombres y apellidos.
Las cifras económicas son para asustar a cualquiera que sepa leer una simple hoja de Excel, ya no pido más
Son cinco minutos, repito de nuevo. Me dirán si hay remedio. Sólo puedo responder que lo ignoro, pero también que cinco minutos pueden cambiar la historia en lo personal y en lo colectivo. La catástrofe está ahí. Ahora sólo cabe una de dos, o esperar sentados a que llegue o intentar por todos los medios democráticos impedirla. No hay más.