ISABEL SAN SEBASTIÁN-ABC

PP y Cs están condenados a entenderse, salvo que el PP prefiera echar a los de Rivera en brazos del PSOE

LAS palabras de José María Aznar han sentado en el PP como una patada en la entrepierna. El expresidente se ha convertido en acérrimo enemigo de la formación que él mismo alumbró, por su costumbre de hablar cuando debería callar y callar cuando se esperaría que hablara; por su crítica constante al sucesor designado por su dedazo; por su negativa a cargar con la responsabilidad de la corrupción acaecida principalmente durante su mandato (y el de Mariano Rajoy, a la sazón vicesecretario del PP y/o vicepresidente del Ejecutivo), aunque aflorada ahora.

Aznar es persona non grata entre los populares actuales, aunque buena parte de lo que dice es verdad. Puede tildársele de inoportuno, arrogante, hiriente e incoherente, dado el papel determinante que tuvo en el encumbramiento del dimisionario, pero no por eso deja de tener razón. El centro-derecha español está dividido dentro del PP, embarcado en una dura batalla sucesoria, y también como consecuencia de la aparición de Ciudadanos, convertido en blanco de los más feroces ataques procedentes de las filas «genovesas». Desde el punto de vista emocional es comprensible esa rabia, fruto de la migración de muchos de sus antiguos votantes hacia el grupo de Albert Rivera. En términos políticos, tal conducta resulta no solo pueril, sino suicida, puesto que es altamente improbable que las siglas de uno u otro color alcancen la mayoría absoluta en alguna de las elecciones que tenemos por delante. Dicho de otro modo; PP y Cs están condenados a entenderse, si es que aspiran a gobernar algo, salvo que el PP prefiera seguir centrando su ira en la formación naranja hasta echarla en brazos de un PSOE que parece estar en racha. ¿Es esa la hábil jugada que planean los estrategas azules?

El papel de traidores en la moción de censura correspondió única y exclusivamente a los separatistas vascos. Solo a ellos. Fue Aitor Esteban, portavoz de los peneuvistas en el Congreso, quien decidió que sus cinco votos pasaran de la abstención al «sí» a última hora, a cambio de que Sánchez le garantizara conservar las ingentes inversiones arrancadas en los presupuestos y el respaldo del PSOE a su «marca blanca en Navarra». Esas fueron sus palabras. Las pronunció en el transcurso de una reunión mantenida con sus correligionarios catalanes, tan empeñados como ellos en facilitar la llegada de un Gobierno débil, potencialmente más proclive a permitirles avances hacia la independencia. La encargada de pastorear a esos «socios fiables» y encauzar el desafío catalán era Soraya Sáenz de Santamaría, responsable última de haberse dejado engañar. Hay quien piensa que la negativa del líder saliente a echar una mano a su vicepresidenta, nombrándola portavoz, se debe precisamente al fallo garrafal de ésta al no saber detectar y eventualmente desactivar semejante conjura letal.

Mariano Rajoy se va de la política, como no podía ser de otra manera. De haberlo hecho una semana antes, habría ahorrado a su partido el trago de ser desalojado del poder de un modo tan traumático, y a nosotros, los españoles, la inestabilidad que nos espera. En todo caso se va y abre la puerta a un congreso del que habrá de surgir un PP completamente renovado, a ser posible bajo el liderazgo de una persona limpia, con experiencia de gobierno y acreditada capacidad para ganar elecciones. Ese nuevo líder (o lideresa) afrontará en pocos meses comicios municipales, autonómicos y generales. Tendrá que recomponer la unidad y tejer alianzas sólidas, pues el bipartidismo pertenece ya a la historia. Cuanto más tarde en comprenderlo el PP, más difícil resultará la tarea.