ABC-JON JUARISTI
El relato hegemónico sobre ETA sigue siendo el que tranquiliza a la izquierda
ALGUNOS estudiantes de bachiller me proponen que les hable de ETA, y la propuesta me desazona, porque intuyo que no entenderán gran cosa por mucho que me esfuerce en ser claro y pedagógico. Estos chicos nacieron cuando ETA se desmoronaba. No habían cumplido todavía los diez años tras cesar los atentados de la banda. ¿Cómo explicarles en una hora y media medio siglo de terror y mentiras? Sugiero una fórmula indirecta, una sesión de lo que en el siglo pasado se llamaba cinefórum. La película a comentar sería «Operación Ogro» (1979), de Gillo Pontecorvo. Defiendo esta elección: sus productores, italianos y españoles, recibieron subvención oficial del Gobierno de UCD por su orientación supuestamente pacifista; la película tuvo amplia difusión, no sólo en España, sino en la Italia que iba saliendo de los años de plomo (sólo uno antes había sido asesinado Aldo Moro por las Brigadas Rojas) y compendia la visión eurocomunista del terrorismo (Pontecorvo había dejado el PCI en 1956: todavía en 1979 era un fiel compañero de viaje de Enrico Berlinguer). «Operación Ogro» resulta mendaz y edificante en el peor sentido, pero su tesis está clara: el asesinato del almirante Luis Carrero Blanco fue moralmente legítimo porque la víctima había ordenado la muerte de muchos vascos. Además, su desaparición abrió el camino a la democracia. Una vez alcanzada esta, la «lucha armada» perdía todo sentido y legitimidad, convirtiéndose en mero terrorismo que ponía en peligro las libertades recuperadas (muy poca cosa, pero suficiente para dar facilidades a la lucha revolucionaria).
Todo ello, por supuesto, es falso: Carrero no fue un asesino de vascos ni su muerte trajo la democracia. La «lucha armada» de ETA había sido terrorismo antes y después de la desaparición de Franco. Pero, desde la Transición, la leyenda de la izquierda ha impedido que aflore en el espacio público la verdad histórica. Incluso el Gobierno de UCD juzgó preferible en 1979 subvencionar el mejunje consolador de la izquierda a combatirlo abiertamente (del mismo modo que renunciaría por las mismas fechas a enfrentarse al PNV por el control de la flamante autonomía vasca).
Ahora, cuando tanto se habla de la construcción del relato veraz sobre ETA, merece la pena recordar que no es el de la banda sobre sí misma el obstáculo principal que se opone a la verdad, sino el de la izquierda biempensante. Este es, todavía hoy, el relato hegemónico. ¿Puede desmontarse en una sesión de cinefórum? Parece difícil. El llamado «cine vasco» de los años de la Transición discurrió por cauces similares a los de «Operación Ogro» (después de todo, necesitaba de subvenciones ministeriales). Curiosamente, el cine de los realizadores vascos de la presente década evita en lo posible referirse a los años de plomo de España y opta por una asepsia política tan consoladora como los pintxos de la cocina donostiarra de fusión. Se podría hablar del predominio actual de un gastrocine vasco, bonito y agradable. Las excepciones son pocas. «Lasa y Zabala», de Pablo Malo, estrenada en 2014 y subvencionada por el Gobierno vasco, es la única que me viene a la memoria, y más que una película sobre ETA, abunda en la guerra sucia contra ETA que auspició el PSOE desde el Gobierno, lo que tranquiliza a los abertzales hipersensibles. Pero lo que más se lleva en el cine vasco de hoy son floristerías, tristes gigantes acromegálicos, coros y danzas, abuelitas, todo en un tono sentimental, pegadizo y edulcorado. Cansada de guerra, como la Teresa Batista de Jorge Amado, la heroica Euskadi duerme la siesta embotada en una hiperglucemia posprandial. ¿Cómo explicarles todo esto a los chicos de un instituto de enseñanza secundaria?