ABC 24/04/17
IGNACIO CAMACHO
· La denuncia de la corrupción propia provoca en los políticos un conflicto de intereses entre lealtad y conciencia
CUANDO un dirigente recién llegado al poder encuentra una operación irregular de sus antecesores del mismo partido puede hacer dos cosas: encubrirla o denunciarla. Es posible que el PP haya tapado muchas, y desde luego resulta patente que contemporizó con los manejos de Bárcenas, pero al menos sabemos de dos conductas dudosas que fueron reveladas. Cristina Cifuentes envió al fiscal las adquisiciones sospechosas del Canal de Isabel II y el FROB –del Ministerio de Economía– hizo lo mismo cuando aparecieron en la intervenida Cajamadrid las tarjetas opacas. La dimensión adquirida por los dos escándalos ha rebasado de largo las previsiones de sus denunciantes y el Gobierno ha pagado o va a pagar por ello una factura muy elevada. Tratándose de un ámbito tan egoísta como la política, ambos asuntos han abierto un debate corporativo sobre la conveniencia de desenmascarar la corrupción o ampararla.
En términos éticos no cabe la menor duda al respecto. Más aún: el gran paso pendiente en la lucha contra la deshonestidad consiste precisamente en que los corruptos sepan que no están protegidos por sus siglas. Éste es el sentido de la limitación de mandatos, que de entre todas las medidas anticorrupción constituye con mucho la mejor iniciativa. Quien sienta la tentación de vulnerar la ley ha de ser consciente de que no puede contar con la mínima complicidad entre sus propias filas. Pero la política se mueve a menudo con pautas más utilitarias que morales y más materiales que idealistas. Y cuando el ejercicio de la rectitud provoca consecuencias catastróficas se produce un conflicto entre lealtad y conciencia, entre principios y objetivos, entre solidaridad interna y sentido de la justicia. Y suele prevalecer la autoprotección ventajista.
Para que esa tensión se resuelva a favor de la integridad y de la decencia es imprescindible que la opinión pública sepa discernir el valor de las actuaciones honestas. La corrupción es un fenómeno indisociable del poder y sólo puede combatirse mediante una estricta atención a las reglas. La ley tipifica los delitos y fija las penas pero es a la sociedad a la que corresponde aplicar la sanción política y ética. Y en ese sentido parece esencial que no trate del mismo modo a quienes se rebelan contra la venalidad que a los que la promueven, cobijan o preservan. Si queremos que los partidos se apliquen una catarsis de transparencia, los votantes hemos de ser los primeros en favorecerla.
Hasta ahora y por desgracia la experiencia discurre en sentido contrario. La reacción social y el alboroto mediático arrollan sin discriminación a justos y pecadores envueltos en la turbamulta del espectáculo, de tal modo que involuntariamente penalizan a los políticos íntegros y carga de razones a los cínicos, a los pragmáticos. Y lo último que debería suceder en un panorama tan podrido es que no salga rentable ser honrado.