Jon Juaristi-ABC

Un breve recorrido, para las vísperas, por la literatura contemporánea española

Como Unamuno vuelve a ponerse de moda, recordemos aquella conjetura suya de 1906 que rescató como prólogo para la segunda edición de su «Vida de Don Quijote y Sancho», en vísperas de la Gran Guerra: «Si consiguiéramos hacer creer que un día dado, sea el 2 de mayo de 1908, el centenario del grito de la independencia, se acababa para siempre España, que en ese día nos repartían como a borregos, creo que el día 3 de mayo de 1908 sería el más grande de nuestra historia, el amanecer de una nueva vida».

Claro que no pasaba de ser eso. Una conjetura literaria. En el párrafo siguiente, Unamuno resume la situación del país, que no habría cambiado entre 1906 y 1914: «Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada». Ocho años son menos que quince, período en el que, según Ortega, cambiaría la estructura de la vida, pero más que siete, que en la cultura tradicional se consideraban suficientes para cerrar etapas en la historia de los pueblos y de los individuos. Acaso derivaba esto último de la institución hebrea del año sabático, el último de cada siete, en el que se daba libertad a los esclavos por deudas. Sólo Agustín García Calvo, apegado hasta el final a la cosmovisión antigua, seguía concediendo importancia a la Héptada cuando afirmaba que el amor eterno suele durar, como media, siete años.

Quizás influido por una lectura temprana de los cuentos de Perrault, Unamuno veía a España como una bella o no tan bella durmiente, amodorrada en la intrahistoria, esperando al caballero andante que la sacara del sopor con un beso o con un estacazo (él se prestaba de continuo a hacerlo en cualquiera de las dos modalidades, preferentemente en la segunda). Pero la metáfora narcoléptica no era la más apropiada. Jovellanos había utilizado mucho antes el símil de la fermentación en su «Sátira a Arnesto»: «Faltó el apoyo de las leyes. Todo/ se precipita. El más humilde cieno/ fermenta y brota espíritus altivos,/ que hasta los tronos del Olimpo se alzan». Curiosos versos. Por una parte, tienen algo de la escatología golfa de la Ilustración: «el más humilde cieno» es un eufemismo por aquello que Iriarte ni siquiera nombraba en «El apretón», o sea, aquel «insulto enemigo del aseo». Por otra parte, deben también lo suyo a la revolución científica aplicada a la agricultura: a la fermentación deliberada de lo ya fermentado, del estiércol animal y humano, que produce la composta (y el gas metano, si se tercia). En fin, lo de los «espíritus altivos» contiene, por comparación, una referencia a los duendes, que según el padre Fuentelapeña eran sabandijas irracionales que nacían de miasmas emanadas desde los excrementos (aunque el padre Feijoo, como es sabido, no estaba de acuerdo).

Ahora bien, yo me quedaría con el diagnóstico de Ortega, que coincide con Jovellanos en lo de la basura al asalto de los cielos, aunque no tomaba la idea de este último, sino de Walter Rathenau, el ministro de Exteriores de la República de Weimar asesinado por antisemitas. Rathenau acuñó aquello de «la invasión vertical de los bárbaros», que Ortega transformó (con indiscutible elegancia) en la teoría del hombre-masa, el hombre sin moral, porque «no es que el hombre-masa menosprecie una anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral alguna», y que por tanto elige gobernantes de su misma condición (condición fecal, diría yo, aunque no fuera más que por la afición de las portavozas de izquierda a la coprolalia). Nos repartirán como borregos, pero conste que todo estaba ya escrito «por hombres a los que uno no puede pretender emular» (T. S. Eliot).