Ignacio Camacho-ABC
- Hay un aprendizaje sentimental disuelto en el eco del recuerdo de que las luces navideñas simbolizan las velas de Adviento
Aunque en algún recodo de tu alma gruña en ciertos momentos el Mr. Scrooge que todos llevamos dentro, las luces de Navidad despiertan en ti al niño que fuiste y te arrastran hacia el centro de la ciudad con un impulso de curiosidad irresistible como un polo magnético. Sí, hay demasiada gente que te obliga a caminar a paso lento, la masa entorpece el paseo y sabes que en época de pandemia las aglomeraciones suponen un riesgo manifiesto. Te molesta la banalidad del ambiente y no hay manera de entrar en una cafetería o un comercio. Incluso te da por pensar en la inconveniencia de un despilfarro energético que al fin y al cabo sufragas con tu dinero. Pero no lo puedes remediar: te dejas como cada invierno mecer en ese tráfago de multitudes sin rumbo concreto y al pasar bajo las guirnaldas luminosas levantas la mirada al cielo echando de menos la mano paterna o materna que te guiaba de pequeño. Y en ese gesto reflejo reconoces el fondo de un aprendizaje sentimental que reaparece envuelto en la vaga cosquilla de los recuerdos. Entonces escuchas en tu interior el eco de una música de campanilleros y recuperas la certeza de que más allá de la ornamentación abstracta diseñada para disolver el sentido religioso primigenio sigue intacta la conciencia del misterio. El que te explicaron cuando acaso era demasiado pronto para entenderlo: que esas lámparas de colores bajo cuyo esplendor alentaba la expectativa de los deseos eran el correlato moderno y estilizado de las velas de Adviento.
Siempre te lleva algo de tiempo hallar entre el incordio de la bulla los signos que te reconcilian con el sustrato más refinado de tu cultura. Cuando tu pensamiento se acomoda al esfuerzo de la búsqueda se disipan de golpe todos los resquemores y las dudas: el hechizo de la iluminación navideña representa la potencia de un símbolo espiritual capaz de derrotar cualquier corriente de materialismo. Por eso la has visto resplandecer en sitios donde rigen costumbres, mentalidades y credos distintos, y por eso comprendes que bajo cada árbol decorado o cada escaparate encendido late en cualquier punto del planeta, a menudo de manera inconsciente, un mensaje moral implícito. El de una celebración universal que saca lo mejor de nosotros mismos y nos recoge en el clima íntimo de un estímulo noble, de un rearme anímico, de una inspiración generosa, de un aliento afectivo. El de una fiesta de la familia, de la ternura, de la pureza, de la memoria de los años esenciales en que la vida aún no nos había arrebatado la inocencia. Te cuesta desbrozar ese itinerario introspectivo en medio de la algarabía callejera pero siempre hay cerca algún belén napolitano compuesto por manos atentas, alguna melodía coral surgiendo de la puerta de una iglesia para señalarte el lugar exacto donde la belleza sale al rescate del patrimonio intangible de la tradición de la fe y de la ética.