FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO

Ciudadanos arrancó en Cataluña como un partido de centroizquierda. Socialismo democrático y liberalismo progresista, se autodefinía. Con un hecho diferencial respecto de cualquier partido situado en esas coordenadas: el compromiso con España y la crítica inequívoca al nacionalismo. Eso fue suficiente para que se le calificara como de extrema derecha o, añadían los más ígnaros, como neofalangistas, con independencia de sus orígenes y de su programa. Incluso el PSOE tiró del comodín, y eso que plagió literalmente y sin inmutarse su programa en Canarias.

Cuando Cs pasó a competir en la liga nacional optó por derechizarse. En 2017 eliminó de sus estatutos las referencias a la socialdemocracia. Con todo, bastó la existencia del PP, la «derecha extrema» por excelencia según los catalogadores profesionales, y los primeros pasos de Vox para que al partido en otro tiempo calificado como falangista se lo recalificara como partido de centro. En el camino, a la vez que se deshacía de la herencia socialdemócrata, poco a poco compró al completo y sin el menor matiz la peor mercancía (la ley de memoria histórica, la ley integral de violencia de género) que la izquierda, en su progresiva decantación irracional o directamente anticientífica, había puesto en circulación. No sólo compró la mercancía, sino también el guión, el mismo que le habían aplicado: había que desmarcarse de la «extrema derecha». Se confirmaba una vez más que las etiquetas políticas han perdido capacidad descriptiva. Ahora la extrema derecha era Vox –y hasta el PP– por razones que nunca se acababa de detallar. Lo ilustraré con un ejemplo que me proporciona mi amigo Javier Aguado: en el mismo debate televisivo en el que descalificaba a Abascal por oponerse a la inmigración irregular, Pedro Sánchez se enorgullecía de que su Gobierno había logrado reducirla. Átenme esa mosca por el rabo.

La operación no era sencilla. Los bandazos ideológicos nunca salen gratis: si después de anunciar que vas a Sevilla optas por ir a Barcelona, se te apea buena parte del pasaje. Si luego rectificas, ya no queda nadie, ni los de Sevilla, que ya se bajaron, ni los de Barcelona, que se bajarán ahora. Por lo demás, y esto era algo más serio, Cs se vio obligado a dotarse de una identidad reconocible en el abarrotado territorio de la derecha. Un empeño casi imposible y de dudosa rentabilidad. Había despreciado el único espacio electoral virgen, el de la izquierda antinacionalista, en donde abundan antiguos votantes del PSOE descontentos por sus complicidades y melindres (en los diversos tripartitos no faltaban nunca los socialistas) con el nacionalismo, y trataba de competir en un terreno en donde su especificidad, la defensa de la unidad de soberanía, de España, no era una seña diferencial suficiente. En ese juego sólo tenía una oportunidad, ser el primero de la derecha y gobernar con el apoyo de los demás. Una posibilidad que se esfumó en las elecciones de la pasada primavera. Ya no habría una segunda oportunidad, como se ha podido comprobar. Lo anticipé en estas mismas páginas hace unos meses (Los dilemas (suicidas) de Ciudadanos, 19/06/2019).

Cs, sencillamente, está muerto. Su éxito: fueron los primeros en señalar la presencia del mal y de colocarlo en nuestro debate político, incluso cuando casi todos, interesadamente o no, lo escamoteaban (recuerden las bromitas a cuenta de si se rompe España o al inane Zapatero prediciendo que «dentro de 10 años Cataluña estará más integrada»). Eso sí, en todo ese proceso, como consecuencia de su reubicación política, Cs, sin pretenderlo, ha contribuido a consumar un inquietante efecto lateral: el desquiciado matrimonio entre la izquierda y el nacionalismo. Esa relación contra natura ha supuesto la aportación española a las muchas extravagancias antiilustradas de la izquierda realmente existente. Si a eso se añade un PSOE en manos de un político carente de escrúpulos morales e ideológicamente vacuo, que, si no respeta ni el principio de contradicción, difícilmente va respetar la Constitución, podemos echarnos a temblar.

Un PSOE sin competencia política crítica con el nacionalismo, mimetizado en el PSC, se ha podido entregar alegremente a gestiones disgregadoras en autonomías y ayuntamientos, sin otro tributo que un lento e inexorable desapego de sus votantes: nunca olviden los menesterosos resultados de Sánchez, peores y empeorando. El resultado es conocido: en esa operación ha tenido que blanquear a unos nacionalistas cada vez más negros. Un resultado conocido y de consecuencias dramáticas: se ha consolidado una línea de demarcación en nuestro espectro político que sitúa a los socialistas del lado de los fácticamente golpistas y manifiestamente violentos.

Sí, Ciudadanos está muerto, pero la necesidad de algo parecido a Cs, menos desnortado, resulta urgente.