Antonio Rivera-El Correo

El 27 de septiembre se cumplen cincuenta años de las últimas ejecuciones del franquismo, dos meses antes de la muerte del dictador. Cinco miembros del FRAP y de ETA fueron sentenciados tras juicio sumarísimo sin ninguna garantía y condenados a muerte. El hecho constituye el tercer acontecimiento-memoria de ETA, con el Proceso de Burgos (1970) y el atentado mortal contra el presidente Carrero Blanco (1973). Con ellos adquirió un prestigio que luego administró para justificar los crímenes más inexplicables. Los aniversarios de Burgos y de Carrero pasaron desapercibidos, más allá de debates académicos o algunos libros de revisión; los herederos políticos de ETA no pusieron especial empeño recordatorio. En esta ocasión sí parece que las efigies de ‘Txiki’ y Otaegi nos acompañarán un mes más, como lo han venido haciendo en las celebraciones estivales.

En realidad, vienen a reivindicar su pasado particular como cultura política: la de la izquierda abertzale que creó ETA. Miles de personas se manifestaron entonces en contra de la dictadura y en solidaridad con sus víctimas, incluso haciendo causa por pasiva de hechos de violencia. El factor antirrepresivo engordó el entorno de apoyo de la banda con ciudadanos ajenos a su proyecto. Por eso nos resultan familiares y hasta entrañables los rostros de los condenados. Pero eso no se celebra esta vez, sino la contumacia de la apuesta violenta y rupturista de medio siglo, la que sintetizan en la imagen de los llamados «gudaris de ayer y de hoy».

Al cabo del tiempo conviene tener presente la diferencia. ‘Txiki’ y Otaegi están reconocidos como víctimas porque no merecían el acto de victimación padecido (ese juicio sin garantías) y porque lo fueron a su pesar. Inocencia y pasividad en tanto que víctimas: ahí acaba todo. Pero no son ejemplares como ciudadanos, ni pueden ser mostrados como referencia cívica porque la trayectoria en que se inscriben –la de ETA– no lo acredita así, sino que es su inversa. No son «luchadores por la libertad y la democracia», como dice la ley de Memoria Democrática, no porque no lucharan por ellas en su afán antifranquista. Fue precisamente el franquismo el que les arrebató la posibilidad de demostrarlo. No lo son porque quienes les reclaman lo hacen para justificar y dar sentido a su continuidad violenta y a su proyecto totalitario en los años siguientes.

Los que hemos podido vivir todo ese tiempo estamos capacitados y obligados a tener un juicio sobre lo ocurrido. Un criterio que no se detiene en los días de oposición a aquel régimen declinante y criminal, sino que se nutre de lo que hemos vivido también después. Si la historia se hubiera parado entonces, si ETA hubiera dejado de matar, ‘Txiki’ y Otaegi estarían en el panteón de los antifranquistas, como lo están Grimau o Puig Antich, por ejemplo. Pero en el momento en que su organización decidió continuar su historia particular de violencia les arrebató esa posibilidad épica y les metió en su saco terrorista. Por eso no son ciudadanos ejemplares con una trayectoria a imitar, porque sus partidarios se quedaron con el recuerdo de sus vidas y de sus muertes, y en ese sentido no aportan nada a la lucha por la libertad y la democracia.

Esa es la diferencia que algunos son capaces de ver y otros no.