JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • Si los nacionalistas estuvieran dispuestos a una relación cordial entre la lengua que dicen defender y los que quieren que la hablen, todo sería distinto y mejor

A pesar del estruendo victimista de los secesionistas catalanes y de su desafío al Estado de Derecho, el Tribunal Supremo se ha limitado a inadmitir el recurso de casación interpuesto contra la sentencia -esa sí- del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que, reafirmando el carácter vehicular del castellano junto al catalán, reiteraba también la exigencia de que las escuelas catalanas impartan al menos un 25% de las asignaturas en castellano, precisando que ha de tratarse de asignaturas troncales para evitar argucias como la de convertir al ajedrez en materia a incluir en ese porcentaje. La decisión del Supremo significa al menos dos cosas. Primero, que la resolución del TSJC fue acertada; y, segundo, que, en contra de lo que argumenta el Gobierno de la Generalitat, es un Tribunal radicado en Cataluña el que se ha pronunciado al respecto. Pasemos por alto lo ridículo de recurrir ante el Supremo y luego negarle legitimidad para pronunciarse sobre aquello que se le ha planteado.

No parece que el 25% de la enseñanza en castellano sea una exigencia desproporcionada si el objetivo es que los estudiantes sean competentes en castellano y catalán. Tampoco es desorbitado rechazar que el castellano -que además de lengua común es una lengua de alcance global- haya de ser condenado a una presencia residual y devaluada en la enseñanza en Cataluña. El carácter vehicular del castellano no deriva de una ley educativa y se suprime por otra, sino que se desprende de la Constitución y del Estatuto de Autonomía para Cataluña, como ha sido declarado sin margen de duda por el Tribunal Constitucional, de modo que las esperanzas secesionistas de que el intencionado silencio de la ‘ley Celaá’ sobre este extremo pueda entenderse como una exención de su deber hacia el castellano están condenadas al fracaso, al menos jurídico.

La cuestión en el fondo en la iracunda actitud de los secesionistas catalanes parece otra. Estamos en la manifestación de los límites de las políticas, no de defensa y promoción de una lengua, sino de la ingeniería social y cultural asociada a las políticas lingüísticas del nacionalismo. Al mismo tiempo que en el País Vasco se ponía en evidencia el preocupante fracaso del modelo D tanto para la adquisición de competencias en euskera como en castellano, en Cataluña se ha impuesto una vuelta de tuerca más porque bien saben los nacionalistas que no se trata de un problema de aulas, sino de patios.

Da la impresión de que se han agotado las reservas de esa población para la que aprender euskera o catalán ha sido un acto de afirmación de identidad nacional. Las políticas lingüísticas se encuentran cada vez más tentadas por la imposición y la ilusión de excluir al castellano. Sin embargo, esas políticas de saturación muestran una eficacia marginal decreciente, por utilizar terminología económica, hasta haberse vuelto negativa. Esto, que es algo más que una inquietud, produce frustración entre aquellos que creen que en el siglo XXI, el de la revolución tecnológica, la globalización, el acceso instantáneo a la información y el entretenimiento y la comunicación sin mediaciones, la nación se puede construir con el instrumento decimonónico de la ‘escuela nacional’.

Por eso los ingenieros socio-lingüísticos andan dándole vueltas a ver cómo consiguen lo que les niegan la realidad y la libertad de los hablantes. Lo malo es que la solución que creen haber hallado consiste en el paso inaceptable al control social y a la delación lingüística de aquellos que no solo tienen que estudiar el idioma, sino a los que se exige profesar la adhesión a los objetivos y hasta las emociones que el proyecto nacionalista asocia a la lengua. De ahí que las supuestas soluciones a esta gran contrariedad consistan no solo en la erradicación del castellano de las aulas, sino en su invisibilidad -si es que ello fuera posible- o su desplazamiento hasta la marginalidad y el desprestigio social de su uso. Es decir, de bilingüismo, nada.

Según datos del Instituto de Estadística de Cataluña, el 52,7% de la población catalana tiene el castellano como lengua materna frente al 31,5% cuya lengua materna es el catalán. El 46,6% se identifica con el castellano frente al 36,3% con el catalán, y de nuevo el castellano es lengua habitual para el 48,6% de los catalanes frente al 36,1% que se expresa habitualmente en catalán. Y esto resulta inaceptable para los constructores de la nacionalidad. El territorio frente a la ciudadanía como propietario de la lengua y titular de sus derechos; la construcción forzada de una identidad colectiva o la expresión de una capacidad lingüística libremente adquirida; la imposición de las aulas frente a la libertad de los patios. Si los nacionalistas estuvieran dispuestos a ofrecer una relación cordial y sin sesgos entre la lengua que dicen defender y los hombres y mujeres que quieren que la hablen, las cosas serían distintas y mejores.