ABC-LUIS VENTOSO

¿Le gustaría el tono de lo de hoy a aquella extraordinaria española?

CORRÍA 1931. Ella era una madrileña de Malasaña de 43 años, bajita, de rostro redondeado, pelo negro encrespado, cejas tupidas y mirada intensa. Cada vez que subía a la tribuna del Congreso, comenzaba la chufla en una bancada masculina (solo había tres diputadas). Risitas y alguna faltada, en coro compartido por derecha e izquierda. Aquella loca defendía que las mujeres pudiesen votar. Todas. Siempre. Frente a tal desatino se alzaba el muro de cordura de eminencias como el veterano diputado Hilario Ayuso, del Partido Republicano Federal, que recomendaba que el derecho al sufragio femenino comenzase a partir de los 45 años, «porque antes de la llegada de la menopausia, el histerismo de la mujer lo impide».

La sufragista era una diputada del Partido Radical, una republicana liberal e izquierdista. Se llamaba Clara Campoamor Rodríguez. A diferencia de las otras dos mujeres del Congreso, la socialista Victoria Kent y la republicana de izquierdas Margarita Nelken, ambas de cuna cómoda, ella era hija de un contable y una costurera. A los diez años se quedó huérfana. A los trece se vio obligada a empezar a trabajar: costurera, dependienta y luego funcionara de Telégrafos. Ya metida en la treintena logró completar el bachillerato y Derecho y se convirtió en una abogada pionera, que llevó algunos de los primeros pleitos de divorcio (defendió a la actriz Josefina Blanco frente a un marido tunante y eximio escritor, un tal Valle-Inclán).

Clara Campoamor batalló sola por el voto femenino. Victoria Kent, del PSOE, se opuso. También Margarita Nelken. El argumento de la izquierda para rechazarlo era mero cálculo electoral: la mujer, «entregada al confesionario», se dejaría influir por los curas y votaría contra los intereses republicanos. Por lo tanto, mejor prohibírselo. La derecha apoyó a Campoamor. En contra, el partido de la propia diputada, y también el Radical Socialista y la Acción Republicana del glorificado Azaña, que veía el sufragio femenino como «una tontería». En el PSOE, división de opiniones. Cuando finalmente ganó Campoamor, por 161 votos contra 131, el socialista Indalecio Prieto abandonó iracundo el hemiciclo exclamando que era «una puñalada a la República».

«Estoy tan alejada del fascismo como del comunismo. Soy liberal», zanjaba Campoamor. Ni roja, ni azul. Su conciencia recta la llevó a denunciar con igual contundencia la brutalidad en la represión de la Revolución de Asturias del 34 y los crímenes de las checas republicanas de 1936. Sintiéndose amenazada en el descontrol del Madrid frentepopulista, huyó a Levante y de allí a Suiza. En el trayecto los nacionales intentaron detenerla. Convertida en paria para los dos bandos, inició un exilio sin retorno en Argentina y Suiza, malviviendo como literata. Murió de un cáncer en Lausana, con 84 años y bastante olvidada. Una española extraordinaria, que siempre creyó en la igualdad y el imperio de la ley, que detestaba el extremismo antisistema. Su brújula moral no fallaba. Hoy, Clara Campoamor arrugaría la nariz ante el manifiesto marxista-populista de este 8-M, que mancilla una causa noble y justa convirtiéndola en un panfleto guerracivilista.