MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • Grupos obreros votan a la derecha y la extrema derecha, y los sectores medios urbanos y las élites intelectuales apoyan a la izquierda

Cuando empezaba, Sánchez aseguraba que defendería a la clase media y trabajadora. Ayuso afirma que en Madrid «no hay clases sociales como alega la izquierda». A Bildu le preocupa «el empobrecimiento de las clases medias y bajas». El PNV, más transversal, asegura que «necesitamos a toda la sociedad vasca». Según Iglesias, en su momento, «les toca trabajar con la clase obrera». Yolanda Díaz dice defenderla (y la hace fija y discontinua). Todos con las clases a vueltas, defendiendo a los de la mitad para abajo. Las de la parte superior quedan huérfanas de partido. O entran en la transversalidad difusa de Ayuso y el PNV.

¿Todavía hay clases? Haberlas, haylas, pero van a su aire, sin ajustarse a las directrices de los teóricos del concepto, que las considerarían clases desclasadas, clases sin clase: desclasificadas.

Pongamos por ejemplo las clases populares (las de abajo, en la teoría marxista); naturalmente abocadas a votar a las izquierdas y a las ‘vanguardias’ que buscan su liberación. Pues ahí andan, despistadas, votando a Vox, conspirando por Trump, apoyando a Le Pen. Clases que van por libre.

«Es más tonto que un obrero de derechas», se decía, y el dictamen llenaba de satisfacción porque establecía el estereotipo de la corrección política. Pasó en Estados Unidos, pasa en Francia y no hay razón alguna para que no suceda aquí: grupos obreros votan a la derecha y extrema derecha, mientras las clases medias urbanas y las élites intelectuales lo hacen por la izquierda.

Aquí mismo, las bases sociales de CUP, avanzadilla de la revolución, pertenecen mayoritariamente a las clases media y alta (63% de sus votantes), por encima de los que votan a Vox, que solo obtiene el 50% en estos ámbitos. El rupturismo independentista tiene mucho mayor peso en los de arriba: lo apoyan el 57% de los que cobran más de 4.000 €; los de menos de 1.200, el 37%. Todavía hay clases, pero los grandes cambios quieren hacerlos las jerarquías, capaces además de adoptar una fisonomía revolucionaria. Los de abajo salen más conservadores; o no se fían de las frivolidades vanguardistas.

Las circunstancias son nuevas, se producen en todos los países avanzados y tienen que ver con los cambios experimentados durante el último medio siglo. Se han reducido las desigualdades y cuesta basar los proyectos políticos en odios de clase. Además, los estilos de vida se han homogenizado, al generalizarse el acceso al consumo y unos modos de vida similares.

Quedan especificidades de clases altas (los niños pijos en sus guetos frívolos), pero los estereotipos pierden consistencia. Los de grupos populares no desarrollan imágenes obreras, pues las de grupos marginales no se ajustan al modelo. Cumplen la función los inmigrantes, pero en los esquemas predominantes son aún una especie de añadido, que propicia el paternalismo progresista.

Se impone la idea general de pertenencia a las clases medias, sin que existan fronteras nítidas entre grupos sociales. Además, se produce un proceso de individualización, en el que cada cual quiere ser reconocido por su imagen personal, no necesariamente con el perfil de su grupo social. O el que quiera adoptar, dentro de la diversidad de identidades sociales electivas que están a su alcance: ecologista, feminista, obrerista, radical, ‘anarco’, independentista, etcétera.

La elección identitaria puede ser eficaz o no, pero se produce a voluntad, a la carta, sin que dependa del medio social que se vive. A veces se leen pintadas ‘en defensa de los estudiantes de la clase obrera’ y queda la sensación de que es una adscripción electiva. Que han decidido sentirse ‘estudiantes obrerox’ como podían haberse dicho ‘estudiantes abertzales’ (no hay incompatibilidad con lo anterior) o ‘estudiantes forestales’ (tampoco).

En estas condiciones, en las que prima la subjetividad, cabe entender que las clases escapen de las imágenes clásicas y no quede claro a qué se refieren los políticos cuando hablan de clase obrera, clase trabajadora, clases medias, que nombran para adjudicarse una orla progresista.

El problema se plantea al elaborar propuestas. Se ajustan a esquematismos que sólo existen en el imaginario ideológico, para el que las ‘clases populares’ están atentas sólo a las subvenciones, al feminismo, al cambio climático y a odiar al rico y a la derecha extrema, sin preocupaciones por la inestabilidad independentista o el funcionamiento de la democracia. Las clases obreras y trabajadoras de los clichés son rudimentarias.

Por si fuera poco, se sacraliza la ideología, pese a que suele llegar sin ideas, sustituidas por el sentimiento en estado bruto: la emoción de las vanguardias. Todavía hay clases, pero los discursos que quieren representarlas se elaboran sin tenerlas en cuenta, pues desarrollan los prejuicios de ideólogos de salón.