ABC 08/05/17
IGNACIO CAMACHO
· La victoria de Macron es un ensayo sobre la capacidad de los regímenes democráticos para reinventarse tras un fracaso
EMMANUEL Macron ha hecho bien la primera de las tres cosas que tiene que hacer: ganar. Las otras dos son gobernar y tener éxito. El nuevo presidente francés necesita éxitos rápidos para licuar el caldo social de cultivo en el que ha crecido la candidatura de Marine Le Pen, que como todos los populismos se apoyaba en las averías del sistema y en su dificultad para encontrar respuestas. Si Macron no las halla pronto el descontento aumentará reforzado con más frustración, y con ella volverán crecidos los falsos profetas, los extremistas de derecha o de izquierda. De sus aciertos depende la suerte de casi todos nosotros porque sin una Francia estable no cabe ninguna hipótesis de unidad europea.
El triunfo de Macron es el resultado de una coalición antipopulista improvisada para evitar el colapso de la política sistémica. El desplome de los grandes partidos convencionales ha exigido la rápida fabricación de un candidato de repuesto, una eficaz operación estratégica de las élites francesas. Pero la mitad o más de sus votos son prestados, fruto de la teoría del mal menor, mientras Le Pen sabe que los suyos le pertenecen y que un tercio de los ciudadanos ha apostado con convicción por ella. La Francia cabreada, la Francia empobrecida, la Francia desconfiada de la inmigración; incluso una buena parte de la Francia obrera. Toda esa gente, su decepción, su pesimismo, representan una amenaza que sólo puede disipar la puntería del vencedor para atinar con soluciones más o menos correctas. Para pasar de una promesa política brillante a un dirigente capaz de manejarse en el poder con determinación y destreza.
Por ahora su victoria ha servido para detener el match ball, la catastrófica pelota de partido que suponía el envite lepeniano. Un respiro para las instituciones, un sosiego para las estructuras convencionales, un alivio para los mercados. Sin embargo no deja de ser un remedio de emergencia urdido a toda prisa para salvar un fracaso. Ninguno de los dos candidatos de la segunda vuelta representaba a una fuerza dinástica de las que han gobernado el país en los últimos sesenta años. Macron ni siquiera tiene todavía un partido porque su emergencia ha sido tan perentoria que no ha tenido tiempo de organizarlo. El suyo es un experimento, un ensayo sobre la capacidad funcional de los regímenes democráticos para reinventarse cuando sus pilares tradicionales se están desmoronando.
El voto del miedo, el del instinto de supervivencia de las clases medias frente al aventurerismo de la ruptura, todavía ha funcionado. Pero no quedan, ni en Francia ni en ninguna parte, muchas más balas en el cargador de ese mecanismo veterano. Quizá ni el propio Macron, con su manifiesto narcisismo, sepa hasta qué punto él mismo es importante para que la sociedad abierta demuestre que sigue siendo válida, capaz de renovar sus paradigmas de pensamiento, articulación y liderazgo.