FRANCISCO SOSA WAGNER E IGOR SOSA MAYOR, EL MUNDO – 15/01/15
· Las experiencias en Alemania y Austria han demostrado, según los autores, que los pactos de Estado entre los principales partidos tienen pocas ventajas, salvo en los casos de reformas estructurales contundentes.
Se escucha desde hace unas semanas en el debate político español el ronroneo de una gran coalición como posible remedio a los males habidos en nuestra maltrecha res publica. Ora se trate de planes bienintencionados, ora de añagazas sin mayores perspectivas, conviene levantar nuestra vista más allá de los Pirineos, no fuera a ser que el bálsamo de Fierabrás acabe teniendo efectos deletéreos para nuestra democracia. Más concretamente, la experiencia con esta fórmula de gobierno en los países de habla germánica nos puede hacer entrever virtudes y vicios de este tipo de empresas políticas. Alemania es, en este sentido, el modelo más invocado en estos lances, si bien, como veremos, el verdadero paraíso de la gran coalición es Austria.
En general, los gobiernos de coalición son práctica habitual en ambos países tanto en el ámbito estatal como en el regional. Las razones para ello son diversas y frondosas son las explicaciones que se pueden aludir, pero baste recordar brevemente dos. Por un lado, en los dos Estados el entusiasmo por este tipo de soluciones emana de una geometría electoral que impone parlamentos con un escaso número de partidos (únicamente cinco hay ahora mismo por ejemplo en el parlamento federal alemán). La formación de gobiernos de minoría que, al socaire de la promiscuidad parlamentaria, pudieran sacar adelante sus proyectos legislativos cambiando grácilmente de pareja de baile para cada ocasión, queda pues nítidamente restringida. Por otro lado, y esto vale para Alemania, la vigorosa capacidad de bloqueo legislativo del Bundesrat –la cámara territorial– somete al Gobierno a una constante presión; situación que sufrieron con crudeza los cancilleres Kohl en su última etapa y Schröder. En Austria este problema es ciertamente menor, pues su cámara territorial tiene una vitalidad similar a la del doncel de Sigüenza.
En el caso alemán, dejando a un lado la gran coalición de los años 60, la experiencia de los últimos 10 años es ambigua. Sin duda alguna, la primera gran coalición dirigida por Merkel (2005-9) llevó a buen puerto algunas reformas de calado, especialmente la llamada reforma del federalismo, que dejando a un lado hiperestésicas identidades regionales fortaleció de hecho la posición del Estado central. En casos como éste, el consenso y la insoslayable necesidad de reforma eran postulados por la mayor parte de la población y los partidos políticos. Sin embargo, en muchos otros aspectos en los que la urgencia legislativa era menor, la paralización se adueñó del orden del día del gobierno. Y no sin razón, pues ¿qué interés podía tener para uno u otro miembro de la coalición aprobar una ley, que había de estar ideológicamente deslavazada, cuando ambos confiaban en que en las siguientes elecciones tendrían la suficiente mayoría para pergeñar la ley a su libre albedrío?
La segunda gran coalición bajo la batuta de Merkel echó a andar hace escasamente un año y por tanto la valoración es aún difícil. Cerca de la mayoría absoluta, Merkel decidió apostar por una gran coalición, aceptando sin pestañear el incumplimiento de algunas de sus más sonoras promesas electorales (no subir los impuestos, por ejemplo). Hasta ahora el Gobierno bicolor ha tomado medidas como la de implantar un salario mínimo (que ya existía en algunas profesiones), recomendar que accedan más mujeres a los consejos de administración de las empresas, o invertir en cambiar varios millones de tuercas de la vía ferroviaria del país. Medidas todas ellas probablemente necesarias pero que igualmente podría haber tomado sin grandes dificultades un gobierno monocolor. El problema no es que la gran coalición haya sido –hasta ahora al menos– de mucho ruido para pocas nueces. Es que ni siquiera ha habido mucho ruido, pues justamente la jibarización de la oposición reduce el ruido parlamentario del debate de las medidas.
Donde, sin embargo, la gran coalición ha adquirido, como decíamos, formas eviternas, cuando no dimensiones geológicas, es sin duda alguna en Austria. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ese modelo ha funcionado prácticamente en la mitad de las legislaturas. Por añadidura, esta circunstancia viene agravada en el caso austríaco por el llamado sistema proporcional, fuente de la politización y el clientelismo que caracterizan la vida austríaca, así como de una profunda corrupción que sacude una y otra vez el edificio político.
¿En qué consiste este sistema? Su manejo es sencillo: los partidos políticos se reparten puestos en el Ejecutivo y en los más diversos ámbitos políticos, administrativos y económicos en función de su fuerza parlamentaria. No hace falta una mirada buida para percatarse de las consecuencias de un sistema así organizado, a poco que los responsables se sientan poco sometidos al escrutinio público. Por un lado, una militancia política bien elegida supone en la Austria actual ventajas profesionales a la hora de acceder a los más dispares puestos de la policía o la fiscalía (no tanto entre los jueces), así como en el extensísimo entramado de empresas estatales. En este sentido, el Consejo de Europa llegó a poner el punto sobre las íes a la República de Austria hace pocos años por el alto grado de politización de su policía y fiscalía, con la consiguiente merma de la contundencia en la lucha contra la corrupción. Por otro lado, los partidos de la oposición son gobierno y oposición a la par. Un ejemplo: actualmente en el Bundesland de Alta Austria están representados en el gobierno regional todos los partidos, a pesar de que realmente gobierna una coalición de conservadores y verdes. Se anegan así las posibilidades del votante para distinguir cuándo un partido actúa como gobierno o como oposición.
En honor a la verdad hay que decir que el sistema proporcional está hoy en día en retroceso y poco a poco está siendo suprimido de buena parte de los estatutos regionales. Pero, con todo, conviene recordar que la concomitancia de unas recurrentes grandes coaliciones con este sistema proporcional ha supuesto en la práctica que las clientelas de los dos grandes partidos políticos ni siquiera se apearan, al perder las elecciones, de sus prebendas para orearse durante unos años en el mundo exterior. Al contrario: únicamente se metamorfoseaban de ministros a secretarios de Estado, o viceversa, y así en buena parte del entramado político y administrativo, tanto estatal como regional. El ascenso espectacular del partido ultraderechista de Jörg Haider durante los años 90 ha de ser visto en el contexto de este sistema tan cerrado. Sus críticas a una casta que se reparte prebendas y sus resultados rondando el 25-30% de los votos nos deberían resultar bastante familiares.
Resumiendo, las experiencias germanas se presentan con luces y sombras. Advertir de ellas es lo que justifica este artículo y esperamos que sirvan para encarar nuestro futuro político. Excepto en los casos de reformas estructurales contundentes, las ventajas de una gran coalición se muestran esquivas. La obligación de acordar medidas con el principal contrincante supone en la práctica la política del menor denominador, pues únicamente se acuerdan aquellos puntos políticamente digeribles por ambos, lo que suele imponer decisiones aguachirladas. Por añadidura, en sistemas como los nuestros en los que el arco iris de opciones políticas se ve ya de facto achicado por medios muy diversos, eliminar la confrontación política conduce a promocionar un amodorramiento poco provechoso para la vitalidad de las instituciones. Dejar la silla de la oposición vacía invita a que la ocupe el primero que transita por el lugar. En suma, con las grandes coaliciones se corre el peligro de que las cañerías político-administrativas se azolven, el debate político se vuelva exangüe, y se convierta a los populistas en truchimanes de la volGran coauntad popular.
Francisco Sosa Wagner es catedrático de universidad. Igor Sosa Mayor es doctor en Historia Moderna por el Instituto Universitario Europeo de Florencia.
FRANCISCO SOSA WAGNER E IGOR SOSA MAYOR, EL MUNDO – 15/01/15