Ignacio Camacho-ABC

  • El Gobierno ofrece síntomas de bloqueo cognitivo ante una crisis que ha dejado el crédito del sistema en tela de juicio

El estallido de Paiporta ante los Reyes debería ser el punto de inflexión de la crisis política sobrevenida tras la tragedia valenciana. La señal para que la clase dirigente se diese cuenta de que su inoperancia ha provocado en la opinión ciudadana una profunda, gravísima grieta de confianza. El deterioro reputacional de los representantes públicos está en cotas más altas de las que alcanzó el agua de la riada, y ya no es el crédito de las élites sino el del sistema en su conjunto el que queda bajo amenaza. La sensación de fracaso institucional completo se parece mucho a la de la recesión de 2008 y queda poco margen para disiparla: o se actúa ya, de inmediato, con determinación, diligencia, unidad y eficacia o no habrá modo de superar la oleada de cólera social suscitada por esta pavorosa mezcla de incompetencia gestora, sectarismo y falta de sensibilidad humanitaria. El sesgo de los acontecimientos no invita al optimismo, por desgracia.

Los incidentes del domingo reclaman un liderazgo que sólo el Rey ha demostrado, al menos en el único plano –el moral– en que su carencia de poderes efectivos le permite ejercitarlo. De nada servirá, sin embargo, si tras su acercamiento a la población damnificada sigue sin comparecer el Estado con todo su aparato de recursos materiales y humanos. A la gente le da igual que la ayuda provenga del Gobierno central o del autonómico: necesita amparo y lo necesita rápido pero lo que ve es un juego incomprensible de disputas competenciales y recelos partidarios que menoscaban su fe en la democracia y extienden el desengaño. Por eso, en medio de la parálisis de la administración regional sorprende tanto la renuencia de Sánchez a hacerse cargo, el clamoroso despilfarro de la oportunidad de revertir el creciente desprestigio de un mandato abrasado por los escándalos. No sólo Mazón ha colapsado; el síndrome de la Moncloa ha liquidado los reflejos del presidente hasta convertirlo en un guiñapo.

Su reacción a la algarada de Paiporta constituye una muestra de desorientación insólita, entre la sociopatía y el bloqueo cognitivo. Preso de la paranoia, ha terminado de perder la brújula, la intuición y el sitio. Los portavoces oficialistas, agarrados al relato de la agitación ultraderechista como argumento paliativo, han llegado a culpar a Felipe VI de arrastrar al jefe del Ejecutivo a una situación de peligro. La capacidad de análisis del numeroso equipo presidencial ha desaparecido bajo una psicosis electoralista que distorsiona el juicio. En el núcleo duro sanchista no parece haber –nunca la ha habido– otra estrategia que la del conflicto, alimentada ahora por una impostura de victimismo. Si le funciona o no a medio plazo ya se verá, pero hoy por hoy la catástrofe está dejando su imagen bajo mínimos. Es lo de menos; el problema cenital es la ausencia de gobernanza en un país bajo coma político y anímico.