Nicolás Redondo Terreros-Editores
El Fiscal General sigue en su puesto. Y lo hace con la estrategia común, la de negar, atacar y enrocarse. Él y otros muchos se defienden quebrando algo que no se ve, pero que es fundamental para conservar el crédito de la democracia: la dignidad que el cargo impone.
El Fiscal General se ha convertido en un guerrillero que defiende al Gobierno en detrimento de su primera obligación: promover la acción de la Justicia en defensa de la legalidad. El Fiscal General es un activista que defiende «su relato» por encima del principio de confidencialidad.
Es un militante de «la verdad», que olvidó las garantías mínimas que la ley reconoce a todos los ciudadanos, sean quienes sean, se apelliden como se apelliden, pertenezcan a la familia que pertenezcan. Además, el Fiscal General, voluntariamente o por descontrol, amenazó a una parte del abanico político con una información que posee por su cargo.
Al final se trata de saber si es razonable, asumible, ético y estético que el Fiscal General sea parte investigada en un proceso iniciado por el Tribunal Supremo.
En ese camino de descomposición y desquiciamiento, el ministro de Interior dice que el Fiscal General está más legitimado después de ser considerado como investigado que cuando estaba libre de toda sospecha… ¡pues que le abran tres nuevos procesos!
Hace unas semanas, el presidente leyó el párrafo de un libro que se titula «Cómo mueren las democracias»…. con comportamientos como el del Fiscal General, aferrándose al cargo con innoble ahínco se desprestigian las democracias porque pierden el crédito en el que se basan, la confianza que necesitan para funcionar y al final quedan en “nombre y figura” como decía el inmortal Quevedo.