Juan Abarca Cidón-El Español
  • El problema de la Sanidad no es de dinero, sino de modelo. El sistema debe replantearse su funcionamiento, y hay que tomar medidas profundas para hacerlo más productivo y eficiente.

Me van a perdonar, pero me resisto a dejar de insistir. A callarme y sumarme a la ola de indolencia y apatía que parece envolvernos y que hace que ni siquiera protestemos. Como sociedad, no podemos tener a seis millones de personas —el 12 % de la población— en alguna fase de la lista de espera sanitaria y no decir nada.

Son millones de vidas truncadas, millones de personas que viven entre el miedo y la incertidumbre, que desconocen si llegarán a tiempo y que no tienen otra opción más que esperar. Porque no disponen de medios para acceder al sector público —como hacen todos los políticos y trabajadores del Sistema Nacional de Salud—, ni tienen la posibilidad de recurrir a servicios privados.

Y de todo esto —ya lo siento por algunos— no tiene la culpa ni la «privatización sanitaria» ni la sanidad privada.

La culpa hay que buscarla en una Administración cuya maquinaria burocrática es infernal. En un sistema de competencias autonómicas desbordado. Y en el interés desmedido por seguir protegiendo un modelo de gestión sanitaria —el de la gestión pública directa— que busca perpetuarse por los derechos de sus trabajadores, por encima del interés de los ciudadanos y del cuidado de su salud, que es para lo que se creó.

¿Cómo, si no, se iba a permitir que tardáramos un año en diagnosticar un proceso insidioso? ¿O en saber, al menos, si es benigno o maligno?

Los últimos datos oficiales sobre los tiempos de espera en la sanidad pública española confirman lo que venimos constatando en los últimos años: nunca habíamos tenido tantas personas aguardando una operación, una consulta o una prueba diagnóstica.

Más de 850 000 pacientes están pendientes de una intervención quirúrgica y casi cinco millones, de una primera consulta con el especialista. No son cifras abstractas: son vidas reales que están en pausa, en una baja que se hace eterna.

Los datos no dejan lugar a dudas. Según el Ministerio de Sanidad, a junio de 2025 la espera media para intervenciones quirúrgicas en el conjunto del Sistema Nacional de Salud (SNS) se sitúa en torno a 118,6 días.

La espera para una primera consulta con el especialista —el gran tapón que impide saber qué les pasa a los pacientes— es de 96 días.

Y en Atención Primaria, según el último Barómetro Sanitario 2025, el 40,6 % de la población que pidió cita con su médico de familia esperó al menos ocho días para ser atendida. Este es, además, uno de los principales motivos de la sobresaturación de las urgencias hospitalarias: muchos ciudadanos no saben adónde acudir.

A nivel nacional todavía no disponemos de datos agregados y comparados por comunidades autónomas sobre los tiempos de espera de las pruebas diagnósticas o la entrega de sus resultados. En algunos casos, como los fallos de los screenings, se ha sabido que pueden demorarse hasta tres meses.

Un auténtico despropósito. Y este debería ser el primer problema que habría que abordar con urgencia en nuestro sistema sanitario público.

Para empezar, no existe un sistema homogéneo, real y actualizado que permita conocer los tiempos de espera en las distintas etapas por las que pasa un paciente.

Con todo, conformarse con eso sería poco ambicioso, porque muchos pacientes necesitan varias pruebas diagnósticas y varias consultas con diferentes especialistas. Lo que, por pura lógica, multiplica los tiempos de espera de forma exponencial.

Deberíamos hablar del tiempo medio necesario para un diagnóstico definitivo por especialidades o patologías. Pero, estando como estamos, y aunque resulte difícil de creer en la era de los grandes datos, parece una utopía siquiera plantearlo.

Todo el mundo puede entender, por ejemplo, que no es lo mismo contabilizar los tiempos de espera quirúrgica desde que el especialista hace la indicación que desde que el anestesista confirma la aptitud tras el estudio preoperatorio. Pues eso. En 2025, aunque parezca increíble, seguimos igual.

«Un plan de choque con impacto visible en 6-12 meses incluiría la derivación garantizada del paciente a otro proveedor acreditado (público o privado) cuando se supere un plazo máximo para cualquier procedimiento o técnica diagnóstica o terapéutica»

Estas cifras, obviamente, revelan un problema de accesibilidad, pero también de equidad: no todos los ciudadanos esperan lo mismo ni todos los territorios ofrecen los mismos plazos.

Y lo más llamativo es que el aumento del presupuesto sanitario público —por encima del 50 % en los últimos diez años— no ha logrado corregir esta demora. Al contrario, los tiempos de espera han empeorado.

Entre las causas de fondo destacan la rigidez organizativa (plantillas poco flexibles, estructuras heredadas); la falta de mecanismos eficaces de coordinación entre niveles asistenciales y entre centros públicos y concertados; la infrautilización de la capacidad ya instalada; y la ausencia de incentivos reales para que gestores y profesionales reduzcan las listas de espera.

A esto se suman la burocracia, la falta de un sistema digital plenamente interoperable que garantice la continuidad asistencial y la sobrecarga crónica en determinados servicios.

Todo ello nos lleva a una conclusión: el problema no es de dinero, sino de modelo. El sistema debe replantearse su funcionamiento. Y es verdad que habría que tomar decisiones profundas para hacerlo más productivo y eficiente.

Pero ya no estamos para especular, porque está en juego la salud de los ciudadanos.

Así, aunque estos días el presidente haya utilizado la colaboración público-privada como instrumento de desgaste político, la solución más efectiva sería un plan de choque con derivación automática hacia quien pueda atender. Porque el presidente y sus asesores, más allá del juego político, son perfectamente conscientes de que el Sistema Nacional de Salud no tiene recursos propios suficientes.

Dirán que barro para casa. No me importa.

Primero, porque el sector privado no lo necesita —ya nos va bien ahora—. Y segundo, porque me preocupan mucho más esos millones de ciudadanos que no tienen otra opción más que esperar una medida que, si la Administración reaccionara, no tendría por qué tener un gran impacto en las cuentas del sector privado.

Si tuviera que elegir una sola medida para lanzar un plan de choque con impacto visible en 6-12 meses, sería esta: la derivación garantizada del paciente a otro proveedor acreditado (público o privado) cuando se supere un plazo máximo para cualquier procedimiento o técnica diagnóstica o terapéutica.

Yo lo fijaría directamente en 30 días para todo, aunque me dirían que es imposible. En todo caso, deben establecerse plazos exigentes y adaptados a la especialidad y la complejidad.

«Cada día que un paciente espera es un día de dolor, de deterioro funcional o de oportunidad perdida. Si aceptamos que la salud es un derecho, entonces la demora se convierte en una vulneración de ese derecho»

Se debe crear un sistema de monitoreo digital en tiempo real, compartido por todas las comunidades autónomas y centros (públicos y concertados), que permita conocer cuántos pacientes superan los plazos, dónde están los cuellos de botella y qué capacidad adicional puede movilizarse.

Además, debe establecerse que, si se supera el plazo máximo en el centro asignado inicialmente, el paciente tenga el derecho automático a ser atendido en otro centro acreditado (público o concertado) con capacidad para hacerlo.

También habría que aplicar un mecanismo de pago por episodio resuelto, con tarifas objetivas, válidas y unificadas para todo el territorio nacional, que compensen la resolución rápida con control de calidad y resultados clínicos. De esta forma, los centros tendrían un incentivo real para reducir las esperas.

Finalmente, debe garantizarse, cuando sea técnicamente posible, la historia clínica compartida y la continuidad asistencial, para que el paciente no pierda información ni se sienta «derivado» como un mero trámite. Debe percibir que el sistema lo coordina, no que lo traspasa de mano en mano.

Y ya está.

Si los «defensores» de la sanidad pública quieren seguir defendiendo sus argumentos, lo que deben hacer es poner las pilas a las instituciones públicas para que den el mejor servicio posible a los pacientes.

Porque este plan:

 Coloca al paciente en el centro: el derecho no es a esperar, sino a recibir atención en un plazo razonable.

 Obliga al sistema a movilizar la capacidad existente, en lugar de esperar a «más presupuestos» o «más quirófanos».

 Genera un incentivo claro y medible para los gestores: si no cumplen, pierden a los pacientes.

 Permite obtener resultados rápidos (reducción visible de los tiempos) y genera confianza en los ciudadanos.

 Y, al basarse en datos y en una plataforma de seguimiento, aporta transparencia y visibiliza lo que hasta ahora permanece oculto.

Lanzar este plan no exige una revolución compleja, sino voluntad política, una infraestructura de datos suficientemente buena —que ya existe, al menos en parte— y un compromiso firme de todos los niveles del sistema. Es el «mover ficha» decisivo para que la espera deje de ser el elefante en la habitación de la sanidad pública española.

En sanidad, el recurso más escaso no es el dinero, ni siquiera los profesionales —aunque sean críticos—, sino el tiempo. Cada día que un paciente espera es un día de dolor, de ansiedad, de deterioro funcional o de oportunidad perdida. Si aceptamos que la salud es un derecho, entonces la demora se convierte en una vulneración de ese derecho.

Por ello, ha llegado el momento de dejar de mirar las listas de espera como un problema técnico o exclusivo de los hospitales. Debemos verlas como lo que verdaderamente son: un reflejo de la equidad, la eficiencia y el respeto al paciente.

Y un último apunte para reflexionar: la justicia social no se define por quién te atiende, sino por que el Estado te atienda cuando lo necesites, sin importar el medio para hacerlo.

***Juan Abarca es presidente de HM Hospitales.