LIBERTAD DIGITAL 12/06/14
CRISTINA LOSADA
Por esa imprevisión tan española, que deja las cosas para el último momento, la abdicación del Rey no tenía ley que la regulara. No hay ni ha habido, en estas décadas, falta de voluntad legisladora en España, sino todo lo contrario, pero ese asunto, que la Constitución instaba a resolver en ley orgánica, se quedó en el tintero durante 36 años. Por aquello de no abrir debates incómodos, no ha quedado otra que abrirlo cuando más incómodo resulta. En fin, no íbamos a ser como Holanda, que además de tener reglado el proceso de abdicación, dispone de experiencia en la materia. Aunque, para decirlo todo, hay quienes interpretan aquel mandato constitucional en el sentido de que cada abdicación requiere una ley al efecto.
Así las cosas, si esta ley de abdicación se asemeja a alguna otra es a la que se aprobó en el Reino Unido cuando Eduardo VIII, en 1936, renunció al trono para poder casarse con la dos veces divorciada señora Simpson, matrimonio al que se oponía, entre otros, el gobierno. El rey firmó un documento anunciando su intención en unas pocas líneas, y después el parlamento, en texto de similar brevedad, reconoció, aprobó y ratificó la abdicación a fin de hacerla efectiva. Además hubieron de aceptarla los que se llamaban entonces los Dominios, entre los que se encontraban Canadá, Australia y Nueva Zelanda, tres estados, por cierto, que en la actualidad no son repúblicas, como hacían circular aquí estos días algunos «republicanos». Su jefe de estado es la Reina.
El formato del debate en el Congreso, con cada grupo exponiendo su posición, tiene cierto efecto distorsionante: las minorías parecen mayoría hasta que finalmente la votación aclara la relación de fuerzas. Era predecible, y así ha sucedido, que la extrema izquierda, incluido ese derivado de ETA-Batasuna que es Amaiur, aprovechara tan buena ocasión para reclamar la república, sea catalana o vasca, sea federal, confederal, ibérica o cantonal, que de todo eso ha habido o se pretendió que hubiera en la historia política española. Aunque los adjetivos no deben tapar el sustantivo: la mayoría de los que hoy están haciendo de republicanos reclaman la Segunda República. Su bandera es la tricolor y es la parafernalia de 1931-1936 la que pasean por las calles. Todo un reclamo.
El debate y la votación permitieron visualizar, no obstante, algo más que la voluntad de ciertos grupos de utilizar el Congreso como manifestódromo. Se asistió también a otra demostración igualmente anunciada: la renuncia del nacionalismo que se ha venido llamando moderado a hacer honor a ese calificativo-espejismo al que los grandes partidos, con ceguera voluntaria, se siguen aferrando. Los partidos nacionalistas que aun a regañadientes se movieron en el campo de juego constitucional, que se mostraron dispuestos, a cambio de algo, naturalmente, a aparentar sentido de Estado y participar en la gobernabilidad, han vuelto a señalizar que quieren romper la baraja. Hasta Coalición Canaria se ha unido a la ola rupturista con su exigencia de una nueva Constitución. Dense por enterados, de una vez, los que todavía crean en su vuelta al redil.
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