JisélUis Zubizarreta-El Correo
La desconsideración de Casado hacia las singularidades de su partido en Euskadi es un factor que contribuirá al vaciamiento del Estado en esa comunidad
La unidad de España o la integridad territorial del Estado está inscrita en el ADN del Partido Popular desde su prehistoria. Fue ya su precursor, Alianza Popular, el que se significó por la defensa de ambos conceptos en la etapa constituyente, hasta el punto de ver en el término ‘nacionalidades’ o en el propio Título VIII de la Constitución, además de razones para la discrepancia, una bomba de relojería que haría un día volar por los aires «la patria común e indivisible de todos los españoles». Pese a que, en el ejercicio de sus responsabilidades gubernamentales, tanto en los gobiernos autonómicos como en el central, el partido sucesor ha moderado las reticencias y respetado el ‘statu quo’ constitucional, nunca ha llegado a superar del todo la tentación de ver en el Estado de las Autonomías más un riesgo de su unidad que el reflejo de su diversidad. Entre ellas, unidad y diversidad, el equilibrio ha sido inestable y la querencia se ha inclinado siempre del mismo lado.
En las nuevas circunstancias que vive la política del país, el equilibrio se ha roto y la querencia, exacerbado. Dos fenómenos, relacionados entre sí, han sido la causa. La crisis abierta por el independentismo catalán, de un lado, y la irrupción de Vox, de otro, han descolocado y sacado al partido de su quicio. De ser preocupación latente, la integridad del Estado o la unidad de España ha pasado a hacerse obsesión, de modo que pensamiento y estrategia políticos giran en torno a ese único asunto. Descabalgado del poder, el PP ha puesto en su defensa a ultranza toda la esperanza de recuperarlo. Y, como el Gobierno, con fines bien distintos, se ha visto obligado, por su dependencia del independentismo catalán, a hacer de este asunto objeto preferente de atención, la concentración en él de la labor opositora ha perdido los visos de obsesión enfermiza y adquirido los de inquietud justificada. Sea como fuere, el caso es que el Partido Popular, bajo el mando de Pablo Casado, se ha convertido, hacia el interior del país, en un partido de signo marcadamente centralista y nacionalista.
Del discurso ideológico sobre el país, la obsesión se ha desplazado también al orgánico sobre el partido. Y es que los esfuerzos por imponer desde el centro soluciones organizativas en las tres que han sido siempre consideradas «nacionalidades históricas» -Cataluña, Galicia y País Vasco- son expresión de ese mismo impulso. El caso más traumático, el de su partido en Euskadi, con la defenestración de su presidente Alfonso Alonso -lo mismo, por cierto, que antes con el de su predecesora Arantza Quiroga-, es el más significativo. Al propio Casado no le han dolido prendas a la hora de dar cuenta descarnada de su decisión. Lejos de escudarse en excusas de conveniencia, ha querido dejar claro que el sacrificio obedece a razones, por así decirlo, «de Estado». La alianza estratégica con Ciudadanos se imponía a los intereses y a la autonomía de su partido en Euskadi. Lo que vale para el Estado ha de valer también para el partido. Y, entre las obsesiones del nuevo presidente, la prioritaria es la de evitar el vaciamiento del Estado, que a través de una voraz asunción de competencias por las autonomías, apuntaría al objetivo final de su total desmantelamiento.
Hay, sin embargo, en esta política algo de paradójico, que puede tener además efecto bumerán. El vaciamiento del Estado no está, como Casado teme, en la insaciable asunción de las competencias estatutarias que corresponden a las comunidades. Está, má s bien, y de modo alarmante, en la política centralista que él mismo está imponiendo en el seno de su propio partido. Porque, ejerza quien ejerza las competencias, el Estado se mantendrá incólume en todo el territorio, si su representación, a través de los partidos de ámbito estatal que se hacen llamar constitucionalistas, se mantiene fuerte y sólida. Ahora bien, el PP, con su reticencias hacia las singularidades de su propio partido, está contribuyendo más que nadie al adelgazamiento de esa representación y dejando al Estado huérfano, y sin nadie que lo quiera, en las comunidades afectadas. Y lo mismo que al Estado, priva también de referencia política -y aleja, por tanto, de sí- a quienes de ningún modo están dispuestos a sentirse extraños en su tierra y a aceptar que su pertenencia partidista les imponga la renuncia a sus más arraigados sentimientos de pertenencia territorial. De ello dejarán, sin duda, constancia en las urnas el día 5 de abril.