VÍCTOR LAPUENTE-EL PAÍS

  • La mayoría de los dirigentes políticos del país consideran que los del bando contrario no son adversarios, sino enemigos de la nación (o de la nacionalidad). Y que casi toda acción está justificada para negarles el acceso al poder

Desde los tiempos bíblicos sabemos que la ley se escribe en piedra, pero la legitimidad en las venas de la ciudadanía. Y ese es el problema actual de nuestro país: la población está dejando de sentir adhesión hacia sus instituciones públicas. Más allá de los anecdóticos juramentos de algunas señorías al tomar posesión de su cargo, como el “hasta la consecución de la república catalana” o “por la lucha antifranquista”, al Estado español (a su legislativo, ejecutivo o judicial; pero también a su policía, agencia tributaria o cualquier cuerpo funcionarial) se le obedece crecientemente por “imperativo legal”, no por convicción en su legitimidad. Algo de España se nos muere y la culpa es de todos y todas.

Citamos a menudo el ensayo Como Mueren las democracias de los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, como recientemente hizo el presidente interino del Tribunal Supremo, Francisco Marín, en su discurso de apertura del año judicial. Pero nos quedarnos con el resumen mediático del libro: que, en nuestros días, las democracias no suelen morir por una repentina revuelta militar o popular, sino por la lenta erosión de las instituciones. Hoy escasean los golpes de Estado y abundan los autogolpes, por los que los presidentes van, poco a poco, acumulando poder y minando los contrapesos. Ahora tenemos pocos Pinochet, de cuyo asalto a la Palacio de la Moneda se cumplen 50 años y el eco de su recuerdo suena lejano, y muchos Putin, cuya represión inspira a cualquier aprendiz de tirano en el planeta.

Es una tesis empíricamente correcta, pero también un argumento éticamente inapropiado para atacar al rival político. Y es lo que oímos continuamente, tanto desde las filas de la derecha como de la izquierda: mire, es que estos (Sánchez pactando con los independentistas; o el PP bloqueando el CGPJ y haciendo lo que los anglosajones llaman lawfare) están acabando con la democracia. Esta instrumentalización partidista está en las antípodas el mensaje de fondo de Levitsky y Ziblatt, que apela a la responsabilidad compartida.

Los autores de este bestseller político nos conminan a todos (no sólo a los de la acera política opuesta) a hacer algo incómodo para nuestros egos, en defensa de la democracia. Reclaman, primero, un ejercicio activo de tolerancia mutua, de respetar el derecho del rival a competir y gobernar. Pero, en la España de hoy, la mayoría de dirigentes políticos consideran que los del bando contrario no son adversarios, sino enemigos de la nación (o nacionalidad). Y que, por ende, casi toda acción está justificada para negarles el acceso al poder. Ha sido el mantra de parte de la derecha durante el gobierno de Sánchez, al que ha intentado deslegitimar por tierra, mar y aire. Y ahora lo es de muchos en la izquierda, que nos repiten que hay que hacer “todo aquello que pueda permitir” un gobierno progresista y “cualquier cosa es preferible al fascismo”.

Más importante todavía es la segunda recomendación de Levitsky y Ziblatt: el “autocontrol paciente”, el abstenerse de llevar a cabo acciones que, aunque encajen con la letra de las leyes, violen su espíritu. Actos que pueden ser perfectamente legales, pero que serán percibidos como ilegítimos por un sector importante de la población. Al leer estos pasajes del libro es imposible no visualizar las imágenes del referéndum ilegal del 1 de Octubre de 2017 que dieron la vuelta al mundo: las porras contra los manifestantes. Porque eso es lo que quedó en la retina de millones de personas de todo el orbe, independientemente del “adoctrinamiento” de los servicios de propaganda del separatismo. Y en millones de catalanes fue más allá de la retina, colándose en los intersticios del corazón, el hígado y las entrañas, independientemente de sus preferencias soberanistas. La policía posiblemente cumplió la ley al pie de la letra, pero los responsables políticos que ordenaron las actuaciones podrían haberse atenido al principio de autocontrol paciente. No era difícil anticipar que, en cientos de intervenciones policiales (por impecablemente legales que fueran) contra miles de personas, habría disturbios. Y que eso generaría un malestar que iría más allá del movimiento independentista, calando en segmentos diversos de la España periférica, pero también central.

Hagamos un pequeño ejercicio de fantasía. ¿Qué hubiera pasado si el Estado hubiera aplicado el autocontrol paciente el 1-O, tratándolo como un referéndum de cartón-piedra, una botifarrada popular, y mantenido idénticas el resto de actuaciones frente al desafío separatista? Es decir, aplicando el 155 si hubiera sido necesario, así como persiguiendo las responsabilidades civiles y penales correspondientes para preservar el orden constitucional.

Yo lo tengo claro. La aplicación ciega de la legalidad, a caballo del “¡A por ellos, oé!” (que es la definición más clara de descontrol impaciente), minó la legitimidad del Estado español, tanto en diversos lugares del territorio nacional como en el extranjero. Muchos expatriados nos quisimos meter debajo de las piedras esos días, avergonzados por la acción de unas fuerzas de seguridad a las que tantas veces alabamos por su eficacia y profesionalidad, y no podíamos dejar de concurrir con lo que cualquier observador medio internacional veía: esta represión, innecesaria para su objetivo, no tiene cabida en un estado democrático.

Si hubiéramos visto a los carabinieri haciendo el mismo uso de la fuerza activa contra miles de ciudadanos lombardos participando en una consulta ilegal e intrascendente, España entera lo habría criticado, sin que eso supusiera que exoneráramos a los responsables de organizar ese referéndum. Seguiríamos pensando que quienes hubieran desviado dinero público o aprobado leyes de desconexión de la constitución italiana deberían afrontar consecuencias judiciales. Sin embargo, esa sencilla combinación —aceptación del Estado de derecho y, al tiempo, reprobación del exceso de celo— no la podemos aplicar a nuestro polarizado país. Ni al procés ni a la gestión posterior, de los indultos a hoy.

La falta de tolerancia mutua y de autocontrol paciente por parte de los principales actores políticos están detrás del problema estructural de confianza que, según los datos, sufre España. Todos los países atraviesan momentos de desconfianza hacia el sistema. En tiempos de crisis económicas o escándalos de corrupción, es incluso sano que las personas se vuelvan coyunturalmente escépticas pero, tras los años de vacas flacas, deberían volver a conectarse mentalmente con la res publica de su país. Y en un trabajo de reciente publicación, los expertos Tom van der Meer y Patrick van Erkel señalan que, después de la Gran Recesión, las ciudadanías de Europa occidental recuperaron la confianza en sus sistemas políticos, pero hay dos nítidas excepciones: Francia, una sociedad notoriamente fracturada, y España.

Hay una lesión en el alma política de nuestro país. La raíz del problema no es, como predican muchos altavoces en la derecha, “un boquete irreparable en el Estado de Derecho”. Ninguna actuación, ni del gobierno ni de la oposición, ha roto la Constitución. Y, si alguna lo rompe, será cercenada por el Tribunal Constitucional. El boquete no está en la ley, sino en la legitimidad. No hay tribunal (terrenal al menos) que lo pueda remediar. Y es un agujero negro que no deja de crecer, alimentado por declaraciones políticas de una creciente iniquidad hacia el contrario. Por favor, quieran un poco más a los demás y, sobre todo, repriman sus impulsos mucho más.