Más allá del intercambio mercantil y las habituales añagazas marca registrada de la casa –impunidad por poder en una contraprestación en especie, anulación del Senado, invasión de la Fiscalía General del Estado o incumplimiento sistemático de la legalidad que desemboca en el golpe del 1 de octubre–, Pedro Sánchez y Carles Puigdemont están cortados por el mismo patrón de conducta y ambos son unos maestros en el arte de la resignificación. Así se pervierte la democracia.
Pedro Sánchez y Carlos Puigdemont abrazan el patrón del populismo a la manera iberoamericana que define y radiografía el ensayista e historiador mexicano Enrique Krauze en el trabajo Decálogo del populismo (2005): exaltación del líder, uso y abuso –secuestro, incluso– de la palabra, fabricación de la verdad, utilización de modo discrecional y en beneficio propio de los fondos públicos, reparto de ayudas a cambio de obediencia y votos, aliento del odio, movilización permanente, fustigación por sistema del «enemigo» y desprecio del orden legal al tiempo que se mina, domina, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal.
En definitiva, un populismo que, «por añadidura tiene una naturaleza perversamente ‘moderada’ o ‘provisional’: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público».
El «proceso» independentista capitaneado por Carles Puigdemont, así como el sexenio populista iliberal sanchista, satisfacen, punto por punto, los criterios enunciados por Enrique Krauze. Y algo más si tenemos en cuenta los indultos, la derogación de tipos penales, la reducción de penas por la comisión de delitos graves, y la amnistía de sediciosos y malversadores. En su trabajo, Enrique Krauze ejemplifica su teoría con las andanzas de Juan Domingo Perón, Eva Perón, Fidel Castro y Hugo Chávez. No sorprendería que Enrique Krauze, en la reedición de su trabajo, añada las andanzas de Pedro Sánchez y Carles Puigdemont. Una cita del ensayista mexicano: «cara y cruz de un mismo fenómeno político». Pero, los primeros pasarán a la Historia y los segundos a una nota a pie de página en la narración tragicómica del pasado.
Del patrón de conducta al arte de la resignificación, Pedro Sánchez y Carles Puigdemont compiten en el trabajo de manipular el significado de las palabras. El uno y el otro hacen buenas las dos frases más célebres de la filosofía del lenguaje: Don´t ask for the meaning, ask for the use, de Ludwig Wittgenstein y How to do things with words, de John L. Austin. Es decir, «no preguntes por el significado, pregunta por el uso» y «cómo hacer cosas con palabras».
Lo que nos dice la filosofía del lenguaje es que los enunciados ordinarios pueden ser constatativos (describen hechos o cosas) o performativos (realizan alguna acción). De los primeros, se puede predicar que son verdaderos o falsos. De los segundos, se puede decir que se ejecutan en función del poder, el carisma, la fuerza, la habilidad, la astucia, la capacidad o la influencia de quien emite el enunciado.
El populismo iliberal sanchista y el independentismo catalán se valen del poder performativo del lenguaje para prescribir la realidad, persuadir y guiar al «pueblo». De esta manera, el discurso deviene un instrumento de control que difumina al individuo en el colectivo, modela la consciencia del sujeto, hace del ciudadano un súbdito gregario, establece la dicotomía entre nosotros y ellos y fractura la sociedad transformando al disidente o adversario en enemigo.
De la teoría a la práctica, el lenguaje como instrumento al servicio de Pedro Sánchez se percibe en unos indultos de sediciosos «guiándose por el espíritu constitucional de concordia y para abrir una nueva etapa de reencuentro entre Cataluña y España» (el lenguaje justifica el pacto político del PSOE con los sediciosos), en la llamada ley orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social de Cataluña (el lenguaje camufla el intercambio impunidad por poder), en la colonización del Tribunal Constitucional (el lenguaje usado, «impecablemente constitucional», desfigura la ocupación del Alto Tribunal), en la memoria democrática (el lenguaje reabre el frentismo guerracivilista), en la descalificación per se de la derecha (el lenguaje, poco subliminalmente por cierto, identifica la derecha con una oposición o «fachosfera» que fabrica sin cesar bulos, fango, insidias, difamación o sinrazones).
Por su parte, el independentismo catalán aprueba una ilegal Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República, así como otra ilegal Ley del Referéndum de Autodeterminación (el lenguaje al servicio del golpe), justificadas por una neolengua nacionalista en que destacan palabras y expresiones como «Estado español» (los catalanes serían súbditos a la fuerza de un Estado ajeno y opresor), «somos una nación» (España no es la nación que pretende ser y Cataluña sí lo es con los derechos que de ello se derivan), «democracia» (se reivindica el inexistente «derecho a decidir» y un «derecho de autodeterminación» del cual Cataluña no es sujeto), «legitimidad» (así se justifica el incumplimiento de la legalidad) o «identidad propia» (así se contrapone lo propio catalán a lo impropio español).
Cierro este artículo con el último párrafo del trabajo de Enrique Krauze: «Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es ‘subvertir la democracia’».