TSEVAN RABTAN-El Mundo
El autor recuerda que en un Estado de derecho la presunción de inocencia no es una etiqueta. Y le parece muy grave el desprecio por el trabajo de los jueces que han dictado la sentencia a ‘La Manada’.
LAS SOCIEDADES humanas llevan milenios aprobando leyes y celebrando juicios. El tiempo, el pesimismo y la madurez han ido destilando algunos principios: que la norma que te castiga sea pública y previa al delito; que el poder no pueda elegir un juez ad hoc para tu caso; que las reglas de procedimiento –entre ellas, saber de qué se te acusa para que puedas defenderte–, sean generales; que puedas contradecir a tu acusador con sus mismas armas; que el juicio y la sentencia sean públicos. Cuando no estamos ebrios de indignación moral nos gusta sentirnos superiores y presumir de principios como estos, deplorando a esas turbas salvajes propias de otras épocas o de otros lugares. Pero basta una plaga de furia entre los honrados y buenos ciudadanos para levantar la finísima capa que oculta nuestra afición por la venganza tribal y el linchamiento.
Todas esas reglas adultas y crepusculares se basan en una máxima de experiencia corroborada históricamente: es mucho más peligroso el poder desviado del Estado o de la mayoría –sea informe, sea articulada– que cualquier delincuente o grupo de delincuentes. Sabemos que los criminales no se van a someter de buen grado, pero, porque ansiamos situarnos en el lugar ético correcto, diseñamos las instituciones con una desconfianza estructural hacia sus métodos y sus fines. Nos protegemos de nosotros mismos para protegernos de los que incumplen la ley. El sistema produce errores. Aunque se diseñe para intentar corregirlos, son inevitables. Nadie sensato, sin embargo, lo destruye porque a veces falle, si la alternativa es el regreso a versiones peores, irracionales, instintivas y populistas.
La máxima expresión de esa irracionalidad es el juicio popular. Repugna que se abone la idea de que el veredicto social se aproxime siquiera a un sistema legal civilizado. Si es difícil juzgar, tras un adiestramiento que incluye el aprendizaje de habilidades concretas –también producto de siglos de mejora y refinamiento– y tras presenciar las pruebas y el debate entre las partes, imaginen cuando esto está ausente. Sí, un juez puede ser un imbécil o un enajenado o un tipo con motivaciones despreciables, pero, ¿acaso es mejor la versión para dummies que sentencia sumando los aullidos de la mayoría?
Juicio popular es un oxímoron por otra razón: ese proceso civilizatorio es contraintuitivo. Todos nuestros instintos nos exigen juzgar y castigar al primer vistazo, pero –al precio de mucha sangre y dolor– hemos aprendido cuán peligroso es esto; que es preciso filtrar la información, asegurarnos de su fiabilidad, fijarla mediante un aparato racional –la causa– que nos permita eludir el desbarate sentimental y, finalmente, someterla a un escrutinio sosegado en el que ese tipo repugnante que tanto asco nos daba al principio pueda aspirar a verse convertido en un ciudadano con derecho a ser escuchado. Sí, puede que el tipo repugnante del principio nos lo siga pareciendo después de meses de análisis sereno, pero solo embridando las emociones, dejando que el odio y el asco reposen, y confiando la tarea a personas que juran hacer lo posible para sobreponerse a ese instinto natural, nos acercaremos al ideal de un juicio civilizado.
El jueves pasado, tres magistrados vieron a muchos, con la colaboración y liderazgo de personas con importantísimas responsabilidades, despreciar su trabajo porque el resultado final no se ajustaba a sus expectativas, lanzándose a degüello, incluso antes de haber tenido la más mínima oportunidad de realizar una lectura ecuánime de la sentencia. Cabalgando a lomos de sus prejuicios, extractando frases y párrafos –mutilados de su contexto discursivo y expuestos en la plaza pública para que la multitud se dedicase a lanzarles dentelladas–, juzgaron en minutos lo que esos jueces habían sentido, pensado, decidido y estructurado durante meses. Bastó que dos jueces contrastasen en conciencia los hechos que juzgaban con la interpretación jurisprudencial sobre violencia e intimidación, concluyendo que no se daban ni una ni otra –lo que les obligaba a absolver por agresión sexual–, para que se los crucificase. Dio lo mismo que hubiesen creído a la denunciante y asumido, con un material probatorio problemático que les obligaba a inferencias dificilísimas sobre el estado mental de aquella, que se había cometido un delito continuado, sancionándolo con importantes penas –por lo visto nueve años de prisión son ahora una pena leve–. Para muchos sólo era asumible una sentencia formal, una que no analizase los hechos y las pruebas, sino que simplemente ratificase lo que el pueblo soberano sabía desde el mismo día de la denuncia.
Qué decir del voto minoritario: su autor se ha convertido en un demonio sin empatía; un sucio pervertido que se regodea en escenas porno; un machista que deduce que no existe daño porque la denunciante publica una frase en una red social. Ha sido preciso distorsionarlo, ridiculizarlo, falsear su minuciosísimo trabajo. Se ha ocultado bajo gritos y pancartas el análisis ordenado de las pruebas y su contraste –en particular el de la declaración de la denunciante, capital prueba de cargo– con la crítica racional. No ha importado que explique por qué, no habiendo agresión sexual a juicio de ninguno de los magistrados, solo cabía, con independencia de lo probado, la absolución por abusos sexuales, para no infringir el principio acusatorio, cuestión discutible, pero trascendental. Se ha orillado su examen de las pruebas periciales y la purga en ellas de elementos subjetivos y prejuicios inadmisibles. Ha dado igual que nos dé razón de por qué atribuye más importancia a unas pruebas que a otras y de las contradicciones, incluso insalvables, que encuentra en la declaración de la denunciante. No ha importado el hecho de que lo haga con tal grado de detalle que, quien desee contradecir sus conclusiones, al menos esté moral e intelectualmente obligado a efectuar un esfuerzo semejante. Sí, tras examinar los vídeos tomados por dos de los acusados, llega a conclusiones enfrentadas a las de sus compañeros, y es posible que esa disonancia sea producto –en uno y otros– de las conclusiones a las que les lleva el resto de la prueba, pero ¿qué podemos decir los demás sin siquiera verlos? Quien afirma que se sumerge con satisfacción en detalles escabrosos puede echar un vistazo a esos otros miles de sentencias sobre delitos de este tipo, que, por exigencia de las normas –las sentencias han de motivarse y contener una expresión exacta de los hechos probados–, hacen exactamente lo mismo. Ninguna de esas sentencias es literatura porno: son el fundamento de una prisión o una libertad.
LA PRESUNCIÓNde inocencia no es una etiqueta. Es algo mucho más serio: los acusados entran al juicio inocentes. Sólo se sale culpable tras una condena. El juicio penal busca la verdad material. No podemos admitir presunciones inatacables. Es admisible que haya quien sostenga que hay que cambiar la ley, aunque, desde luego, será bastante más problemático de lo que muchos creen cuando nos centremos en el diablo y sus detalles. Lo que no es admisible es que sostengamos como verdad evidente que tenemos derecho a la libertad sexual y que sólo es válido el sexo consentido, y que luego neguemos a los jueces el análisis concreto, en conciencia y basado en los hechos, sobre si existió o no, antes de castigar.
¿Creemos que esto es gratis? ¿Que los magistrados que ahora tienen que revisar esta condena o que cualquier otro juez que tenga que dictar una sentencia lo hará en mejores condiciones si nota una presión tan extrema? Han bastado unos días de histeria para que los políticos crean que hozar en este estercolero les será rentable. El propio ministro de Justicia, señor Catalá, en vez de honrar a su cargo comportándose como un estadista cuando más lo necesitaba el país, aunque ello supusiese ir contra corriente, ha optado por renunciar a la defensa del Estado y esparcir ignominiosamente, como una trotaconventos, rumores sobre «problemas» innominados del magistrado Ricardo Javier González, para que así la gente deduzca lo que conviene. Qué desolación: el que debería ser mejor, suministrando las antorchas.
Me consta que esto que acabo de escribir no convencerá a los cargados de indignación. Por eso lo resumo en una advertencia: cuidado con lo que pedís, quizás lo consigáis y, tras la orgía, de nuevo todos nos arrepintamos preguntándonos –también vosotros– cómo llegamos a aquello. Id grabándoos la respuesta: con vuestra ayuda.
Tsevan Rabtan es autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).