Juan Ramón Rallo-El Confidencial
Ni podemos reabrir por entero ni debemos despreocuparnos del futuro de los menores. Y, para eso, hacen falta criterios sobre cómo distribuir el menor número de horas lectivas
España es el país europeo con mayor número de contagios diarios por millón de habitantes y, en apenas dos semanas, toca reanudar el curso escolar, un evento de consecuencias epidemiológicas inciertas pero que, en apariencia, ha tenido un efecto devastador sobre las cifras de contagios tanto en Israel como en aquellas regiones de EEUU donde ya han arrancado presencialmente las clases.
Nuestros gobernantes han actuado con su acostumbrada diligencia y hemos llegado a estas alturas de agosto sin contar con un plan de regreso a los centros de enseñanza que esté ajustado a la situación epidemiológica del país. Quizá no se podía prever con seguridad el escenario de una segunda ola, pero desde luego ese debería haber sido uno de los potenciales escenarios de futuro frente al que deberían haber diseñado un protocolo de contingencia. Ahora, también como de costumbre, están improvisando deprisa y corriendo una respuesta al grave reto al que, de nuevo, nos enfrentamos.
En este contexto, claro, caben dos respuestas extremas: o reabrir los colegios como si el virus no existiera o mantenerlos cerrados como ha sucedido desde marzo. La primera solución extrema supondría disparar los riesgos de una aceleración de las transmisiones comunitarias del patógeno, lo que desgraciadamente podría abocarnos a tener que volver a cerrar las escuelas (y paralizar otras actividades) al poco tiempo. La segunda solución extrema probablemente contribuiría a contener la propagación de la epidemia, pero a costa de deteriorar la formación —la acumulación de capital humano— de al menos un porcentaje muy relevante del alumnado español (y, a su vez, confinar a los menores en sus casas también acarrea —al menos para determinadas edades— un sobrecoste de cuidado y vigilancia para sus tutores legales). Por consiguiente, la primera opción sería potencialmente dañina en el corto plazo y la segunda, dañina en el largo plazo. ¿Existe alguna vía intermedia que permita minimizar el conjunto de daños a corto y a largo plazo?
En cierto modo, y como exponen Lucas Gortazar y Jorge Galindo, el objetivo debería ser el de reducir la afluencia de alumnos a las aulas (para reducir la probabilidad de contagio) al tiempo que se maximiza el derecho de asistencia a aquellos colectivos que cuentan con menores opciones para reemplazar la presencialidad en las aulas por otros servicios que les proporcionen resultados de calidad análoga. O dicho de otra manera, dado que el sistema educativo va a tener que reducir el número de horas lectivas que proporciona a los alumnos para así ampliar la distancia de seguridad entre ellos, se hará necesario racionar ese menor número de horas totales de tal forma que se minimicen los quebrantos sociales y económicos. ¿Cuáles eran esos quebrantos sociales y económicos? En primer lugar, la deficiente acumulación de capital humano; en segundo lugar, el sobrecoste que se impone a las familias a la hora de cuidar a sus hijos durante el tiempo que no asisten a la escuela.
Así pues, los criterios distributivos del menor número de horas lectivas deberían resultar bastante obvios:
1. Reconocer a la familias el derecho de ‘opt-out’ del sistema educativo: aquellos padres que deseen hacerse cargo de la educación de sus hijos en casa y que, por tanto, acepten descargar al sistema público de la necesidad de proveer (escasas) horas lectivas a esos menores, deberían poder hacerlo con las pertinentes cautelas legales (cerciorarse de que los menores están recibiendo el nivel de instrucción esperado en sus hogares). No tiene ningún sentido que, mientras se reduce la oferta de horas lectivas por necesidades sanitarias, se mantenga la obligatoriedad de consumir esas horas lectivas a aquellos que quieren prescindir de ellas.
2. Otorgar acceso prioritario al sistema educativo público a los menores procedentes de familias con ingresos bajos o medios-bajos que, por un lado, se sientan incapaces de hacerse cargo de la educación de sus hijos y, por otro, tampoco dispongan de recursos propios para contratar a personal de apoyo que garantice una adecuada formación.
3. Otorgar acceso subsidiario al sistema educativo público a los menores procedentes de familias con ingresos medios o medios-altos y que tengan dificultades para conciliar la vida familiar con la vida profesional.
4. Priorizar la enseñanza de aquellas etapas educativas y de aquellas asignaturas más difícilmente externalizables: el recorte de horas lectivas para los grupos menos preferentes no debería aplicarse de manera igualitaria entre todos los niveles de enseñanza o entre las materias, sino que aquellas edades y asignaturas que resulten más difícilmente adaptables fuera de las aulas convencionales deberían ser las que coparan el mayor número de horas presenciales (por ejemplo, Primaria debería disponer de muchas más horas presenciales a costa de Bachillerato; asimismo, si Literatura castellana es más fácil de monitorizar a distancia que Matemáticas, las menores horas lectivas deberían concentrarse en esta última a costa de la primera).
5. Descentralización en la toma de decisiones: el volumen de información local necesario para racionar las horas lectivas según los criterios anteriores es demasiado elevado como para que pueda digerirse desde centros de decisión muy alejados de la escuela. Por ello, quienes apliquen y adapten a cada situación concreta los principios anteriores deberían ser aquellas personas más cerca de los afectados finales (por ejemplo, el propio centro de enseñanza público o, alternativamente, el ayuntamiento).
O expresado de otra forma, los hijos de familias con rentas bajas deberían tener la opción preferente de recibir el currículo completo (o cuasi completo) dentro del sistema público, mientras que los hijos de familias de rentas altas (por cuanto cuentan con mayores facilidades para contratar a personal de apoyo formativo para los menores, por ejemplo, en los centros privados) o de rentas medias o medias-altas con miembros inactivos dentro del hogar (por cuanto se enfrentan a menores dificultades para conciliar la vida familiar con su no vida laboral) solo deberían tener acceso, como mucho, a una especie de servicios mínimos constituidos por la enseñanza de materias nucleares y difícilmente externalizables (el resto del currículo deberían adquirirlo con enseñanza ‘online’, con enseñanza presencial en el hogar o con refuerzos del sistema educativo privado costeados por sus padres).
Por supuesto, estos criterios deben ser revisables según evolucione la pandemia o según mejore nuestro conocimiento sobre la misma (si conseguimos controlarla, el número de horas lectivas por alumno en condiciones de seguridad puede volver a incrementarse), y también deben ser graduables según los recursos del sistema educativo público (cuantos más recursos materiales y humanos, mayor número de horas lectivas por alumno en condiciones de seguridad).
Lo que debería estar claro es que, ahora mismo, ni podemos reabrir por entero ni debemos despreocuparnos del futuro de los menores. Y, para eso, hacen falta criterios razonables sobre cómo distribuir el menor número de horas lectivas.