ELISA DE LA NUEZ-EL MUNDO

La autora denuncia algunas de las prácticas políticas más perniciosas para nuestro sistema y confía en que, tras el 28-A, se recuperará el pragmatismo y serán posibles los imprescindibles pactos transversales.

MIENTRAS estamos entretenidos con nuestro maratón electoral y distraídos con unos políticos que intentan atraer la atención de los ciudadanos durante unos pocos minutos (que en el mundo de la comunicación actual ya es una hazaña), se nos escamotean como por arte de magia las cuestiones realmente importantes del debate electoral. O incluso cuando sí que están en la agenda por simple imperativo de la ley electoral (como ocurre con la despoblación de amplias zonas de España donde se juegan tantos y tantos escaños) se sigue echando en falta un mínimo de solvencia y rigor en la forma de abordarlas.

Parece que desde la elección de un showman como Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos o el desastre de la gestión del Brexit por los antaño admirados partidos británicos los debates políticos tienen más de teatro que de intercambio mínimamente racional de argumentos e ideas. Eso sí, como espectáculo pueden competir ventajosamente con cualquier entretenimiento televisivo. De hecho, las intervenciones de sus protagonistas cada vez se asemejan más a las de los tertulianos que proliferan en nuestros medios, incluidas las redes sociales.

Sabemos que los movimientos populistas apelan más a los sentimientos que a la razón y que esta forma de actuar les funciona estupendamente dado que los seres humanos adoptamos nuestras decisiones de forma emocional y luego las justificamos de forma racional. Así que en época electoral no debemos sorprendernos de que todos los partidos sean más o menos populistas. Sabemos también que cuando se pide el voto la distinción entre las mentiras, las medias verdades y las verdades (o los hechos) es bastante difusa. En política siempre se ha mentido mucho –ya decía Maquiavelo que la simulación de la verdad aprovecha, mientras que la misma virtud de la verdad estorba– pero quizá la novedad es que ahora se miente con total descaro y con total impunidad. Además la mentira se difunde a gran velocidad y a millones de personas a la vez lo que lleva a relativizar el propio concepto de la verdad: por eso se dice que vivimos en el mundo de la posverdad. Y por desgracia la dialéctica amigo/enemigo, tan querida para los pensadores totalitarios y los enemigos declarados de la democracia liberal se ha vuelto a poner de moda.

Podemos consolarnos pensando que pasada la campaña electoral nuestros políticos recuperarán el pragmatismo y las cosas serán distintas. Al fin y al cabo, los números obligarán a alcanzar pactos transversales que son los únicos posibles para resolver los urgentes problemas que tenemos pendientes como sociedad empezando por el territorial y terminando por el de la sostenibilidad del Estado del bienestar. Son problemas que por su complejidad y su relevancia no pueden ser resueltos sin grandes debates y sin grandes acuerdos.

Y sin embargo quizá no deberíamos ser tan complacientes. Como bien explican Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias, la erosión de las democracias desde el final de la Guerra Fría no se ha producido tanto por la destrucción de las reglas formales –como ocurre cuando se intenta dar un golpe de Estado– como por la erosión de las reglas informales, que pasa más inadvertida. Entre otros motivos porque se suele desarrollar a lo largo de un periodo de tiempo más o menos largo, lo que permite normalizar actitudes o comportamientos que se habrían considerado peligrosos o inadmisibles con anterioridad. Entre la erosión de esas reglas informales podemos mencionar la autolimitación de los gobernantes a la hora de ejercer el poder (dado que por definición en una democracia el ejercicio del poder es transitorio), la consideración del oponente como un adversario legítimo y no como un enemigo ilegítimo o el respeto por los hechos o, si se prefiere, por la verdad.

En España –como en otras democracias de nuestro entorno– hace tiempo que esta erosión se está produciendo. Como ejemplos de la falta de contención en el ejercicio del poder por parte del Ejecutivo en España tenemos el abuso sistemático del uso de los decretos-leyes por Gobiernos de uno y otro signo o la ocupación sistemática de las instituciones por los partidos, con la consiguiente politización y pérdida de legitimidad. El último escándalo de las cloacas del Ministerio del Interior pone de manifiesto el riesgo que entraña la utilización partidista de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.

Pero, además, el Gobierno de Sánchez no es ya que haya abusado del decreto-ley (como ciertamente hizo también el de Mariano Rajoy), es que prácticamente sólo ha legislado por decreto-ley, que no es exactamente lo mismo. Como es sabido, nuestra Constitución permite excepcionalmente acudir a este instrumento en casos de «extraordinaria y urgente necesidad» y el Tribunal Constitucional ha interpretado que el Gobierno tiene un amplio margen para decidir cuándo se da este supuesto. Pero lo que es difícil es interpretar que la extraordinaria y urgente necesidad tiene carácter permanente, por así decirlo, o que está relacionada con disponer de un apoyo parlamentario muy exiguo o con la necesidad de hacer méritos de cara a las elecciones. Claro que formalmente se justificará la concurrencia de la extraordinaria y urgente necesidad; ese no es el problema. El problema reside en que por primera vez en democracia un Gobierno al constatar la dificultad de legislar con normalidad ha decidido prescindir del Parlamento sistemáticamente y, además, lo ha basado en la imposibilidad de gobernar de otra manera.

Cierto es que el incentivo para aprobar normas con valor de ley al margen del Parlamento (y más en una democracia como la nuestra, que tiende a confundir gobernar con promulgar leyes) siempre ha sido enorme. Pero también es enorme la amenaza que supone para las reglas informales de juego propias de una democracia liberal. Porque aunque es necesario que el Congreso en un plazo de 30 días convalide o derogue el Decreto-ley si decide convalidarlo lo que no puede hacer es enmendarlo, es decir, modificar el texto del Gobierno. De esta forma se esquiva al Parlamento que es el que debe legislar sencillamente porque representa a todos los ciudadanos y no solo a los que votaron al Gobierno. El que esta situación haya suscitado tan poca preocupación más allá de los círculos de los expertos responde a que nos hemos ido acostumbrado a considerar normal la utilización abusiva de esta figura por todos los Gobiernos. Si, además, su contenido es social, ¿quién va a atreverse a oponerse? ¿O a explicar que quizá sería mejor oír al resto de los partidos representados en el Parlamento? Por no hablar de la posibilidad de contar con las opiniones y los dictámenes de expertos en la materia.

OTRO TANTOcabe decir de la politización de las instituciones y de su ocupación sistemática por los partidos, tantas veces denunciada y nunca resuelta. Nos hemos acostumbrado a considerar normal lo que en otras democracias sería impensable, que es la colocación de los afines en puestos muy relevantes del sector público para los que se carece de la competencia o la independencia necesarias y más frecuentemente de las dos cosas a la vez, dado que un buen profesional o experto por definición tiene independencia de criterio. Las consecuencias a veces son surrealistas y ciertamente siempre lesivas para los intereses generales en forma de falta de planificación, ocurrencias, mala gestión, despilfarro, clientelismo o pura y simple corrupción, como demuestra el caso de las cloacas del Ministerio del Interior. El que ya no sorprenda ni prácticamente se cuestionen nombramientos como el de un miembro de la Ejecutiva del PSOE como presidente del CIS o del antiguo jefe de Gabinete de Pedro Sánchez en el PSOE como presidente de Correos responde, de nuevo, a la tradición de los dos grandes partidos de convertir las instituciones en su cortijo particular.

Pensar que todo esto no tiene consecuencias graves no sólo en términos de eficacia y eficiencia sino también de legitimidad ante la ciudadanía y, en definitiva, en términos de calidad democrática, es sencillamente ilusorio: ahí tenemos el caso extremo de las instituciones catalanas. En definitiva, todos los que pensamos que la democracia liberal sigue siendo no el mejor sino el único sistema posible para afrontar los complejos problemas que tenemos pendientes las sociedades avanzadas debemos de dar la voz de alerta ante este tipo de derivas que no auguran nada bueno. Al fin y al cabo, no es tan difícil transformar una democracia liberal en una iliberal: se hace desde las instituciones y muchas veces con el consentimiento de los gobernados.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.