Esta es una carta preventiva, una llamada a la reflexión, una apelación a la conciencia del presidente del Gobierno y de sus ministros y colaboradores, personas con valores como Félix Bolaños, Margarita Robles, José Manuel Albares, Isabel Rodríguez, María Jesús Montero, Héctor Gómez, Pilar Alegría, Salvador Illa o, por supuesto, Cándido Conde-Pumpido, a quienes sin duda les importa lo que la posteridad pueda pensar de ellos.
Por eso la encabezo de manera provocadora, en cierto modo desafiante, con la frase más tristemente célebre de la historia del siglo XIX. Pertenece al nefando decreto dictado en Valencia el 4 de mayo de 1814 por Fernando VII por el que quedó abolida la Constitución de Cádiz y se interrumpió la persecución penal de las rebeliones y delitos cometidas contra ella, durante los dos años en que había estado en vigor.
Por desgracia, esas dieciséis palabras resumen también a la perfección el espíritu del proyecto de amnistía exprés que, como hoy revela Fernando Garea en EL ESPAÑOL, el PSOE está ya negociando activamente con Esquerra Republicana y de forma indirecta con Junts.
No hay más que ver la distinta reacción de los portavoces socialistas, empezando por el propio Sánchez, cuando niegan que el referéndum de autodeterminación quepa en la Constitución y contestan, en cambio, con evasivas cuando se les pregunta por la amnistía. Están virando a toda máquina respecto a la tajante posición que hace dos años llevó al PSOE a impedir la mera tramitación de la propuesta conjunta de los separatistas, por considerar que la amnistía es incompatible con nuestra Carta Magna.
Y vaya que si lo es. No hace falta profundizar en sus argumentos de entonces o en los que esgrimía el ministro de Justicia y hoy magistrado del Constitucional, Juan Carlos Campo. Ni siquiera en los debates de las dos enmiendas rechazadas en 1978 por los constituyentes.
«Lo conveniente, incluso necesario, en 1977 resulta aberrante en 2023»
Los juristas más respetados y honestos explican convincentemente, con el latinajo de rigor, que una Constitución que prohíbe otorgar «indultos generales» está prohibiendo de manera implícita algo de todavía mayor calado como la amnistía. «A minori ad maius«: si está prohibido lo menos, está prohibido lo más; si está prohibido herir, está prohibido matar.
Es la única interpretación lógica posible. Amnistía viene del griego «amnestia» que a su vez se traduce como amnesia u olvido. Eso es exactamente lo que reflejan las dieciséis palabras que tendrán que ser exhumadas, para sustraer ahora de la memoria pública y por ende de la acción de la justicia los delitos perpetrados por los separatistas durante el procés.
Releerlas causa el escalofrío de contemplar al Estado cegando, amordazando y ensordeciendo a la razón: ¡»Como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo»! Algo realmente inaudito cuando quien promueve esa extirpación, esa amputación, esa mutilación es un Gobierno que alardea de Memoria Democrática.
En el «demos», en la voluntad popular, en el Estado de Derecho fruto de un régimen constitucional está la explicación de por qué lo conveniente, incluso necesario, en 1977 resulta aberrante en 2023. Baste recordar la estremecedora frase con la que el cabal portavoz del Grupo Comunista, Marcelino Camacho, defendió aquella Ley de Amnistía, propia de un proceso constituyente: «¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?».
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Aunque en ambos extremos afloren atávicas nostalgias de aquella propensión sanguinaria y fratricida, por primera vez en nuestra Historia los españoles estamos a punto de cumplir medio siglo sin «matarnos los unos a los otros». Este logro de valor incalculable del que las actuales generaciones podemos sentirnos orgullosas, este tesoro de concordia, civilización y convivencia que tenemos el deber de conservar y transmitir, ha sido el fruto de la vigencia ininterrumpida del imperio de la igualdad ante la ley.
Como hoy explicamos, a lo largo de estas cinco décadas nuestro Estado de derecho ha afrontado todo tipo de desafíos, aplicando siempre las respuestas legales pertinentes a través de los tribunales de Justicia. Con todos sus defectos y problemas, el sistema ha estado una y otra vez a la altura de las circunstancias.
Por eso, hemos visto en el banquillo a la hija del Rey, Cristina de Borbón, al yerno del Rey, Iñaki Urdangarín, al jefe de la Casa Real, Rafael Spottorno o al administrador privado del Rey, Manuel Prado y Colón de Carvajal.
Por eso, hemos visto en el banquillo a militares de la máxima graduación, como el teniente general Milans del Bosch, el general Armada y demás golpistas del 23-F, como el general Galindo por los crímenes de los GAL o el general Alonso Manglano por las escuchas del CESID.
«Incluso cuando las máximas figuras del Estado fueron objeto de investigación, su exoneración no fue fruto de una amnistía acordada»
Por eso, hemos visto en el banquillo a Barrionuevo, Vera y muchos otros ministros y altos cargos, desde García Valverde y Narcís Serra a Rodrigo Rato y Ana Mato, pasando por Atutxa, Maciá Alavedra, Prenafeta o Laura Borrás.
Por eso, hemos visto en el banquillo a una retahíla de presidentes autonómicos —Cañellas, Marco, Hormaechea, Urralburu, Otano, Camps, Chaves, Griñán, el murciano Sánchez, Cifuentes, Torra…— empitonados por las razones más diversas.
Por eso, hemos visto en el banquillo a los financieros y empresarios más poderosos de su tiempo, presuntos intocables como Emilio Botín, Amusátegui, Corcóstegui, Mario Conde, los Albertos, Javier de la Rosa, César Alierta, Miguel Blesa, Díaz Ferrán, Alfredo Sáez…
[ERC dice que la amnistía se extenderá a las causas ligadas al 9-N y el 1-O pero deja fuera a Laura Borràs]
Por eso, hemos visto en el banquillo a divas como Lola Flores o Isabel Pantoja, a personajes ostentóreos como Jesús Gil, el comisario Villarejo o el tesorero Bárcenas, a jueces corruptos como Pascual Estevill o prevaricadores como Elpidio Silva y a dirigentes deportivos como José Luis Núñez o Sandro Rosell.
Por eso, hemos visto, naturalmente, en el banquillo a los líderes del procés que asumieron sus responsabilidades ante la Justicia con el vicepresidente del Govern, Oriol Junqueras, y la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, a la cabeza.
Algunos de los antedichos fueron absueltos, pero muchos más resultaron condenados sin que importara su rango y condición. Incluso cuando las máximas figuras del Estado —Juan Carlos I, Felipe González, Rajoy…— fueron objeto de investigación por la Fiscalía o la Justicia, su exoneración fue fruto de decisiones jurisdiccionales de los órganos competentes y no de una interrupción del procedimiento acordado ad hoc en forma de amnistía. Si tuvieron la tentación de autoaplicársela —y la mayoría absoluta para llevarla a cabo—, la resistieron.
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¿Por qué no vamos a poder ver nunca en el banquillo a Carles Puigdemont y otros prófugos como él? ¿Por qué el ex Molt Honorable va a convertirse en el único presunto delincuente con vitola que resulte inmune ante la ley durante cuarenta y cinco años de democracia? ¿Acaso ha adquirido ya el rango de emperador de las Españas en la confederación de Estados, mediante la que quiere balcanizarnos el «moderado» Urkullu?
¿Por qué van a ser sus atentados contra la soberanía nacional los únicos que se quiten «de en medio del tiempo»? ¿Por qué van a ser sus malversaciones de nuestro dinero las únicas de las que tengamos que olvidarnos «como si no hubiesen pasado jamás? ¿Qué tiene Puigdemont que no tengan los antedichos familiares del Rey, magnates, generales, ministros, presidentes autonómicos o celebridades de toda índole?
La respuesta a esta última pregunta que subsume todas las demás, no puede ser más terrible, desoladora y degradante por el mero hecho de tener que afrontarla: Puigdemont tiene siete escaños, siete monedas de oro para comprar no ya la impunidad sino la inmunidad de lo sagrado. Respiremos hondo y asumamos esta patética realidad: su amnistía fermenta ya en la retorta de la destilería del sanchismo, sólo y exclusivamente porque tiene esos siete escaños. Los necesarios para que el presidente y sus colaboradores conserven el poder. Qué vergüenza, qué oprobio, tener que contemplarlo.
«No hay un solo precedente de un gobierno democrático que haya recurrido a la amnistía para tratar de completar una mayoría parlamentaria»
Dejemos, por supuesto, al margen la absurda pretensión de homologar los procesos de regularización tributaria, mediante rebajas e incentivos, coloquialmente llamadas «amnistías fiscales», con lo que se está fraguando. No tienen nada que ver ni en el fondo, ni en la forma, ni en las consecuencias.
Un somero recorrido histórico demuestra que la mayoría de las amnistías coinciden, como en la España de 1977 o la Argentina de 1985, con el final de regímenes dictatoriales y el inicio de experiencias democráticas. Son instrumentos, cuestionados a posteriori por el derecho internacional, pero encaminados a facilitar procesos de transición pacífica en circunstancias excepcionales.
También es cierto que hay países como Francia o Portugal que incluyen expresamente la amnistía en sus constituciones y la han utilizado para lidiar con cuestiones tan diversas como el terrorismo en Nueva Caledonia o la delincuencia juvenil. Pero de lo que no hay un solo precedente es de un gobierno democrático que haya recurrido a la amnistía para tratar de completar una mayoría parlamentaria. ¿De verdad que va a ocurrir por primera vez eso entre nosotros?
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Todo está sucediendo demasiado rápido estos días. La oferta de Feijóo de pactar una legislatura de grandes reformas de dos años, la reacción desdeñosa del PSOE entre la burla y el agravio, el plan Ibarretxe —perdón, plan Urkullu— de autodeterminación confederal y el apoyo a esa quiebra constitucional de todos los socios de Sánchez, menos los que la consideran insuficiente.
Alguien en el núcleo duro del presidente debería proponerle aprovechar estas semanas de «phoney war» —la guerra de pega— que preceden a la crónica de una investidura fallida, para parar el reloj de sus emociones y sentarse a reflexionar a la orilla del río que les lleva. Ya no están a tiempo de contraofertar a Feijóo a partir de su propuesta, pero sí de aprovechar el turno de investidura de Sánchez como si fuera un partido de vuelta. ¿Por qué no dos años más de Sánchez y otros dos de Feijóo con gobiernos paritarios?
[Editorial: Urkullu comunica su precio a Sánchez: un nuevo ‘plan Ibarretxe’ para el País Vasco]
Lasciati ogni speranza. Siguen eufóricos por su almibarada derrota del 23-J. Fabulan empalagosamente sobre el sentido del voto de los españoles. Demonizan al PP más que a Otegi y Puigdemont juntos. Se creen ya los mejores y los más brillantes. Confían plenamente en Yolanda Díaz, adalid de la inhabilitación de Rubiales y la rehabilitación de Puigdemont, sin reparar en que dice y dice y dice, como si cada mañana hubiera sufrido una insolación.
Hablan de seguir progresando —»a eso le llamarán progreso»— junto a quienes pretenden retrotraernos, no a la Segunda sino a la Primera República. Creen que el Mesías ha resucitado una vez más entre los elegidos. Levitan mirándose al espejo. Perciben que «el partido» es el Ángel de la Historia. Pronto sentirán, que «desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas» y ya «no serán capaces de cerrarlas». Ni siquiera para convocar elecciones anticipadas.