Consuelo Ordoñez-El Correo

  • En el posterrorismo de ETA, hay quienes desean pasar página sin atender a la deuda moral con las víctimas y con la sociedad

Hace unos días tuvimos el honor de celebrar un encuentro con una asociación de víctimas y supervivientes del genocidio de Ruanda (Carsa) y con una asociación de víctimas de todos los terrorismos que han actuado en Irlanda del Norte (SEFF). Fue un privilegio escuchar a supervivientes del terrible genocidio en Ruanda en 1994, cuyo 30º aniversario se ha conmemorado este año. Al organizar este acto público, Covite no tenía intención de comparar o equiparar el genocidio de Ruanda con el terrorismo que padecimos en España o en Irlanda del Norte. Queríamos evidenciar que, a pesar de las diferencias de país, de cultura y, por supuesto, del tipo y de la gravedad de violencia sufrida, es mucho más lo que nos une que lo que nos separa a todas las víctimas de graves vulneraciones de derechos humanos.

¿Cómo no vamos a empatizar con las víctimas del genocidio de Ruanda si las víctimas del terrorismo sabemos perfectamente lo que es perder a un hermano, un padre, una madre, un hijo o una hija de la forma más cruel? Como bien señala Reyes Mate, quien reconoce a una víctima, reconoce a todas. Y, a la inversa, quien no reconoce a todas no reconoce verdaderamente a ninguna.

Ahora bien, aunque el terrorismo y el genocidio no sean lo mismo, sí comparten una característica común: ambos son distintas expresiones de violencia de motivación política. Y toda forma de violencia política tiene un mismo origen: el odio, el fanatismo y la intolerancia hacia quien es distinto o piensa distinto. También todas generan consecuencias similares: un daño irreparable a sus víctimas directas y una profunda fractura política y social en las sociedades donde ocurren. Esto no lo producen otros tipos de violencia pertenecientes al ámbito privado. Tanto el genocidio como el terrorismo poseen un componente público que requiere ser atendido y reparado para poder ser superado.

Al escuchar el testimonio de los supervivientes del genocidio de Ruanda, reconozco que sentí cierta envidia: no por la tragedia que sufrió su país, evidentemente, sino por cómo han decidido afrontar sus desgarradoras consecuencias, que, como las de cualquier tipo de violencia de carácter político, no desaparecen cuando el genocidio termina o la organización terrorista se disuelve. Una víctima nunca deja de ser víctima. Y la responsabilidad por un atentado terrorista o por un genocidio no termina cuando los asesinos salen de la cárcel. La deuda moral con las víctimas y la sociedad en su conjunto no tiene fecha de caducidad.

Esto lo han entendido muy bien en Ruanda. En aquel país se decidió poner en marcha una estrategia social, política e institucional a largo plazo para lograr que quienes perpetraron el genocidio entendieran las consecuencias del injusto daño que causaron y asumieran públicamente sus responsabilidades en esa historia de terror. Treinta años después de aquellos espeluznantes hechos, nadie legitima o justifica el genocidio, y las víctimas y los perpetradores han logrado convivir sin que estos las revictimicen una y otra vez.

En nuestro contexto, el del posterrorismo de ETA, hay quienes desean pasar página cuanto antes sin atender esta deuda moral con las víctimas y con la sociedad. Nos exigen a las víctimas que seamos generosas, que nos reconciliemos con los asesinos sin rastro de arrepentimiento, e incluso que asumamos que la impunidad judicial, política y social de los perpetradores es un precio necesario y aceptable para la paz. Estas personas no solo vulneran nuestros derechos y nos revictimizan, sino que privan a toda la ciudadanía de la posibilidad de construir su futuro sobre valores esenciales para una sociedad tolerante, plural y democrática: Justicia, Verdad y Memoria. No puede haber atajos, ni prisas, a la hora de cimentar un futuro sobre estos principios fundamentales.

A quienes pretenden poner cortapisas a la Justicia y la Verdad en nombre de una idealizada convivencia. y que nos exigen generosidad a las víctimas, les recuerdo que las víctimas siempre hemos sido generosas. Nunca hemos respondido al odio con odio. Siempre hemos respetado los derechos humanos y convivido con quienes vulneraron y nunca respetaron los nuestros. Siempre hemos reconocido el derecho a una segunda oportunidad para aquellos que impugnen públicamente su pasado criminal con honestidad y sin oportunismo.

Pero lo que no aceptamos, ni aceptaremos, es un falso arrepentimiento de quienes siguen orgullosos de sus crímenes y vinculados a un entorno político y social que los exalta como héroes, los llama «presos políticos» y les prohíbe arrepentirse. Este no es el camino, ni es un precio necesario ni aceptable para la paz. No podemos ni debemos transitar del terror a la paz sacrificando la Justicia, la Verdad y la Memoria de lo ocurrido. ¡Cuánto tenemos que aprender de los ruandeses!