ÁLVARO DELGADO-GAL

  • Laclau cifra el punto culminante de la política en la captura del poder. Ídem de ídem, Iglesias. ¿Y Zapatero/Sánchez?

Nicolás Redondo Terreros ha explicado su ruptura con el PSOE en un libro, ‘No me resigno’, que esta tarde presentamos en Madrid Alfonso Guerra y yo. De mí para ustedes, y no podrán desmentirme, reviste mayor importancia objetiva lo que vaya a decir Alfonso Guerra, que lo que pueda contarles un servidor. Pero he aceptado la invitación de Nicolás Redondo porque el libro me interesa, porque está escrito con contención admirable, y porque la situación que atraviesa España es gravísima. Vayan por delante unas cuantas observaciones, antes de que la tarde dé de sí todo lo que parece llevar dentro.

Redondo Terreros habla de su padre, habla de la crisis de la socialdemocracia y de la historia de España. Y lo hace bien. En mi opinión, el pasaje más revelador se refiere a dos grandes imprudencias políticas cometidas o inspiradas por Rodríguez Zapatero, dos imprudencias que, en realidad, vienen a ser una sola. Uno, el Pacto del Tinell, sellado con el propósito de excluir al PP del poder a perpetuidad. Dos, la ley de memoria histórica, ley que derivaría pronto en la conocida como ‘ley de memoria democrática’. El propósito oficial de la ley, desagraviar a las víctimas llamando la atención sobre los desafueros de la Guerra Civil, era inobjetable y, al tiempo, redundante: la literatura sobre nuestros años infaustos alcanzaba proporciones enormes. Pero el propósito oficial encubría otro tácito, aunque perfectamente detectable: declarar a la derecha históricamente infectada y no apta en consecuencia para ganar unas elecciones democráticas. Como en el caso de los cordones sanitarios invocados en el Pacto del Tinell, todo, en el fondo, se reducía a suprimir la alternancia.

Se ha sostenido con insistencia que Zapatero inició una estrategia que luego, en el terreno especulativo, perfeccionaría Pablo Iglesias y llevaría finalmente a su expresión integral Pedro Sánchez. La estrategia se comprende mejor cuando se piensa en votos desnudos, votos sin más. Premisa número uno: los votos de la izquierda nacional, más los de los separatistas, serán siempre más numerosos que los que se acumulen en el polo opuesto. Premisa número dos: un PSOE frentista, al contrastar a izquierda + separatismo con sus rivales a mano diestra, estará apostando por una mayoría automática en las elecciones. Conclusión: hágase frentismo, bien mediante leyes de memoria democrática, bien de cualquier otra manera, y se habrá arrinconado irreversiblemente a la derecha, muy en línea con la praxis de Sánchez desde que entró en política.

Esta formulación me suscita un reparo no menor: y es que no cabe descartar que la derecha, contra todo pronóstico, gane de vez en cuando las elecciones por mayoría absoluta. Tal ocurrió con Aznar en el 2000 y Rajoy en 2011. Ítem más, una derecha convencida de que los naipes están marcados, y marcados contra ella, estaría tentada a usar su triunfo ocasional para liquidar la democracia. No, la lógica pablista se entiende mejor si entendemos que su reflexión se orienta, más que a ganar las elecciones dentro del esquema de la Constitución, a hacerse con el control del Estado, y después ya se verá o, mejor, no volverá a verse. ‘La razón populista’ de Laclau, el libro de cabecera de Iglesias, es abundoso, casi prolijo, sobre todo lo que mira a forzar con éxito las puertas del Palacio de Invierno. Pero en él no se habla apenas de gobernanza democrática. No se hace, porque la gobernanza se le da al argentino un ardite. En una línea mucho más leninista o fascista que marxista, Laclau cifra el punto culminante de la política en la captura del poder. Ídem de ídem, Iglesias. ¿Y Zapatero/Sánchez?

Yo dejaría el asunto así: mientras Iglesias ha sabido siempre lo que deseaba, Sánchez ha ido redondeando su visión conforme sus iniciales apuestas le arrastraban más allá de donde él había sido consciente de querer ir. Espero equivocarme. Pero a fe mí que ya nos las tengo todas conmigo.

Nicolás Redondo subraya, con razón, el papel clave que toca jugar a una izquierda no revolucionaria en una democracia constitucional. Es claro que, sin una izquierda reformista, el sistema está expuesto al colapso crónico. Pero, además, nos encontramos con que la propia política, en la acepción diaria, gerencial del concepto, exige un centro izquierda y un simultáneo centro derecha si es que se aspira a que los asuntos importantes puedan abordarse con una solvencia mínima. Lo confirma el contencioso de las pensiones, al que ningún partido se enfrentará en solitario mientras recele que su rival aprovecharía la ocasión para el ejercicio de una demagogia de éxito arrollador a pie de urna. O se ve en la renuencia histórica de ambos partidos a cerrar el pacto que habría impedido el secuestro de la política estatal por los nacionalismos.

En ambos casos, por la ignavia de una y otra parte, se ha quedado la casa sin barrer. Esta España desavenida consigo misma ha avanzado sin pausa hacia la inviabilidad. Aconsejo al lector que se asome a ‘Capitalism, Socialism and Democracy’, el libro famoso de Schumpeter, y repase el capítulo en que el autor enumera las condiciones que han de verificarse para que una democracia funcione (‘The Inference’, IV, XXIII). Nosotros no cumplimos, en este instante, una sola. Ni una. Schumpeter escribe su libro a lo largo de los años treinta. Creo que nos merecemos algo mejor.

«¿Cuándo se jodió el Perú?», pregunta célebremente Zavalita en ‘Conversación en La Catedral’. «¿Cuándo se jodió España?», se preguntará el lector. Nicolás Terreros sitúa en el 72-93 el periodo saludable de su partido y, por ende, de la democracia española. No sí si estaría de acuerdo con todo lo que Redondo dice, pero es un hecho que, doblado el 92, el paisaje se entenebrece: en el 93, el PSOE se saca de la manga al dóberman aullador; el PP opta por explotar el caso GAL; el felipismo estalla al poco; parte de la izquierda saluda la mayoría absoluta de Aznar desmarcándose del frente contitucionalista en 2001, y en 2004 ambos partidos dan lo peor de sí a raíz del atentado de Atocha. A partir de ahí, ya no levantamos cabeza. En efecto, ha llegado el momento de no resignarse.