Antonio Rivera-El Correo

  • ¿Es más presentable un exterrorista después de veinte años purgados o un exmaltratador confeso al cabo de ese tiempo?

Se ha abierto la veda. Comentaristas apasionados, analistas objetivos y desinteresados, delegados del Gobierno y todo tipo de filósofos y moralistas entablan comparativas acerca de la mayor o menor catadura de los terroristas y sus defensores o de los portavoces y representantes de la extrema derecha patria. ¿Es más presentable un exterrorista después de veinte años purgados o un exmaltratador confeso al cabo de ese tiempo? ¿Aporta más a la democracia la incorporación a su juego de un defensor del asesinato para alcanzar objetivos políticos hasta hace cuatro días o la de un negacionista de la violencia de género, del modelo autonómico, de la democracia liberal y del cambio climático?

Comparaciones odiosas -y ociosas- que no buscan sino establecer desde cada trinchera la naturalización de sujetos y de discursos perfectamente prescindibles. Un ‘y tú más’ que salve al propio por comparación con el extremista ajeno. Un ejercicio infame que ni siquiera se justifica en estos días basura previos al inicio de la inmediata campaña electoral. ¿Necesitamos someternos a tan extravagante ejercicio de comparación? Ese es el problema, que necesitamos hacerlo. O al menos lo necesitan quienes pretenden apuntalar una confrontación entre contrarios con descalificación del otro que ya está suficientemente clarificada.

Digo esto porque la demostración de sorpresa y de indignación es tan impostada como inútil. No hay duda de que si el Partido Popular necesita los votos de Vox para gobernar en cualquier institución va a recurrir a ellos. No hay duda de que si el Partido Socialista necesita los votos de Bildu o de los separatistas de Esquerra y Junts para gobernar en cualquier institución va a recurrir a ellos. Es más, uno y otro lo han hecho en diferentes ocasiones en los últimos tiempos y estos días volverán a hacerlo si se presta el caso. Ni siquiera la tregua que se ha dado Sánchez para no contar en lo posible con Bildu ni intercambiarse apoyos para alcaldías, ni la que se ha dado Feijóo para no recurrir inevitablemente a los votos de Vox en todas partes puede cuestionar ese doble y común aserto; tampoco la gratuita disposición a evitar que alcaldables ‘indepes’ o abertzales presidan concejos.

Entonces, si a gusto de los propios están amortizadas por adhesión o por fatalidad las amistades peligrosas de cada cual, ¿a qué viene este ejercicio de desesperación por la amenaza que se cierne sobre el destino de la patria, para unos de un lado, para otros del contrario? Espero que no me tomen por cínico si aseguro que se trata de un paripé, por mucho que algunos sientan la amenaza como real. Colocándose en la percepción de cada una de las respectivas grandes culturas políticas, derechas e izquierdas, los compañeros de viaje de sus oponentes son exactamente igual de preocupantes; cualquier comparación es absurda e inútil. Se trata, entonces, de un ejercicio más de reblandecimiento del aguante de las facciones contrarias menos cafeteras y más sensibles al juicio moral; vamos, los crédulos que todavía quedan por los espacios centrados de la política. Advertir del antipatriotismo de los suyos es una forma de conseguir que se queden en casa. Un objetivo parcial, claramente, porque el importante de disuadir a la gran masa por esta causa ya está probado que no es posible. Así que debemos ser fuertes en los próximos días y asistir con paciencia al espectáculo de profunda indignación a que se nos someterá hasta que empiece de verdad el baile.

Porque el problema es que empiece este y sigan con la matraca. Imaginen una campaña de fuego cruzado de dóberman, como en el 96, pero a dos manos. Sería como para no volver de la playa a votar, pero no está descartado que uno o los dos lo hagan. Los más tentados serán los socialistas y las izquierdas en general, empachados de moralina en ausencia de mejor argumento. Pueden regresar al antifascismo, al qué dirán en Europa, a la excepción de la derecha española o a los juegos de palabras para meter a todas las diestras en el mismo saco. Lo hicieron ya tratando de frenar a Ayuso y esta bordeó la mayoría absoluta. Han seguido con los guiños en ese sentido y han logrado rematar y extender el desastre.

La derecha no tiene tanta necesidad: lleva cinco años en ello, desde que Rajoy se descalabró del Gobierno por la sentencia de la ‘Gürtel’ y la confirmación de que su partido se lucró de una trama organizada para delinquir. Desde 2018 lleva su caterva de medios, predicadores y opinadores hablando del ‘okupa de La Moncloa’, de las malvadas ministras que le acompañan, de sus apoyos criminales y de sus políticas antinacionales y traidoras. La descalificación absoluta en este caso ha resultado más exitosa, simplemente porque ha minado algunas resistencias de su bloque de apoyo al naturalizar una cantinela infame y antidemocrática. Las posibilidades de unos y otros están a la vista, lo que no es óbice para que algunos vuelvan a cometer los errores anteriores.