JOSEP MARIA FRADERA, JOSÉ MARÍA PORTILLO VALDES- EL PAïS

  • Llevarnos a 1714, como hace el nacionalismo catalán, para hablar de enfrentamientos seculares mal resueltos es un ejercicio de desorientación que los historiadores no podemos aceptar porque solo trata de cubrir reivindicaciones actuales con una pátina de verdad antigua

1714, una fecha que parece hoy una referencia lejana. Sin embargo, ha sido repetidamente mencionada en los debates últimos en Cataluña para proyectarse heroica en el reciente debate de investidura de Pedro Sánchez. Los nacionalistas vascos sitúan su 1714 en 1839 para reivindicar el restablecimiento de una “nación foral”. Lo sorprendente del caso es que, siendo tanta la insistencia de la cita de estos dos momentos, nadie parece interesado en una reconsideración de tan remotas justificaciones para defender posiciones políticas actuales.

La explicación es bien sencilla. La tensión nacionalista de la última década se sustentó en buena medida en un relato que situaba su origen remoto en el mito de una guerra entre derechos históricos y despotismo monárquico. Lo ocurrido en Cataluña a comienzos del siglo XVIII o el resultado de la guerra carlista en el País Vasco son leídos por el nacionalismo como el final de una Monarquía compuesta y el avance inexorable de un Estado centralista. Sin necesidad de mayores precisiones, acontecimientos tan remotos y, en principio, tan ajenos a la mayoría de la población, sirven para cubrir con una pátina de verdad antigua (y, por ello, se supone que incontestable) reivindicaciones que tienen que ver con la política de hoy. El resultado de ello está a la vista. Los llamados nacionalismos periféricos repiten incansables esa canción, que ha sonado con más estridencia en Cataluña y con mayor “contención foral” en el País Vasco, pero el problema, al final, es el de España: el incómodo marco donde se reproduce una y otra vez la querella de las identidades y las periódicas crisis políticas que la han tallado. Las tradiciones inventadas siempre son, en definitiva, una mezcla de hechos que son innegables solo en un marco interpretativo nacionalista para creyentes.

Conviene por tanto alejarse de una interpretación basada en constataciones tan manidas. España como marco de conjunto no fue siempre desafiada por nostalgias del pasado, sino que la realidad es siempre más compleja. Por una parte, la construcción del Estado moderno desde el siglo XVIII no puede entenderse como un proceso ininterrumpido. Más bien al contrario, terminó en una crisis de grandes proporciones con la quiebra del imperio español y la invasión napoleónica, una crisis de la que nacen tanto las repúblicas americanas como la España liberal de la Constitución de Cádiz. Por otro lado, dos procesos en paralelo dieron forma a la España contemporánea: la afirmación del liberalismo a partir de aquel momento (de manera definitiva desde 1837) y el tránsito de una economía regionalizada y muy vinculada al mercado americano a otra asentada sobre el mercado interno. Lo fundamental aquí es que vascos y catalanes, así como castellanos, andaluces y todos los demás no fueron sujetos pacientes, sino protagonistas efectivos tanto del pacto político como del estructural, con las contradicciones que uno puede esperar en ambos planos. Por ejemplo, frente a los deseos de una mayor vinculación con Inglaterra y Francia de andaluces y vascos, los catalanes fueron unos decididos defensores del mercado “nacional”, que así lo denominaron siempre, y de la preservación de las muy ricas posesiones antillanas (esclavitud incluida).

Fue con encajes de este estilo como se conformó el Estado nación del siglo XIX. Si Antoni de Capmany, liberal historicista y un perfecto conocedor del mundo anterior a la guerra de Sucesión, fue uno de los grandes personajes del Cádiz de 1812, los catalanes y vascos del ochocientos formaron parte de manera regular de los partidos liberales, moderados y progresistas. También lo fueron de aquellos que se mantuvieron fuera del sistema, como los carlistas y ultracatólicos o de los que lo desafiaron, como los republicanos, demócratas o socialistas. No ha de extrañar así que Jaume Balmes, un eclesiástico catalán, fuera el más sólido teórico de un pacto que diese solidez a una España capaz de resistir el peso hegemónico de la influencia francesa en Europa.

Es cierto que las limitaciones representativas del parlamentarismo y las insuficiencias económicas y fiscales del siglo XIX contribuyeron al florecimiento de regionalismos fuertes que, en algunos casos, pocos, derivaron en nacionalismos. Conviene no perder de vista, sin embargo, que todo ello debe observarse en un mundo español cada vez más integrado por razones económicas, por el desarrollo de las comunicaciones o la repatriación de recursos y de capital humano procedente de las colonias americanas y de Filipinas tras la derrota frente a Estados Unidos en 1898, así como por las vinculaciones económicas de algunas regiones y sectores con las grandes economías europeas. Las masivas migraciones interiores, consecuencia de la misma modernización, contribuyeron desde finales del siglo XIX de manera notable a esa integración del espacio nacional.

Entendida como relación entre diferentes sociedades, la historia española es, por tanto, tan problemática como puede serlo la de los países vecinos, las de los países que participaron con costes elevadísimos en las dos guerras mundiales. Es crucial notar que las historias de las sociedades peninsulares no son procesos aislados (que eventualmente las enfrentan entre sí en disputas por la soberanía, la nación o la desigualdad de oportunidades propia del capitalismo en todas partes), sino comprensibles solamente en el marco del conjunto peninsular. Somos la historia de esa relación, de sus progresos y tragedias. Por supuesto, las que padecieron otras sociedades (indígenas americanos, filipinos, africanos esclavizados o rifeños) y también las que sufrimos nosotros mismos. La guerra fratricida de 1936 a 1939, la divisoria entre vencedores y perdedores, solo puede entenderse como cosa de todos, atañó a todos. Siendo el franquismo una feroz defensa de los privilegios establecidos y una brutal expresión del nacionalismo español incubado en paralelo a los nacionalismos llamados absurdamente periféricos, cooptó afines en todas partes. El precio más alto lo pagaron las lenguas y culturas de los otros, junto con las libertades y derechos de todos. El triunfo de la democracia, la amnistía de 1977 y la Constitución del año siguiente fueron para todos el mayor logro desde Cádiz, como ya lo había sido el antifranquismo que sembró el terreno.

Como dijo nuestro colega Pablo Fernández Albaladejo, esa es la “materia de España”, de ese pasado estamos hechos. No verlo así a estas alturas resulta cuando menos chocante. Hacernos echar la vista atrás, hasta 1714 o 1839, para hablarnos de enfrentamientos seculares mal resueltos es un ejercicio de desorientación que los historiadores no podemos aceptar. No por lo menos los que firman este texto con la evidente voluntad de participar en un debate público del máximo interés: cómo queremos que sea la España del siglo XXI y su Estado. Para ello creemos que nos sobran apologías históricas, también las del imperio o de las dinastías reinantes, y nos falta pensamiento historiográfico, necesariamente crítico. Es lo que los historiadores podemos y debemos ofrecer.

 1