Ignacio Varela-El Confidencial
Es la legalidad constitucional lo que impide a unos desgajarse de España y a otros sustituir la democracia representativa por una suerte de régimen plebiscitario de perfiles confusos
«Hay que estar o con el rey o contra el rey. El rey es un mojón separador entre los partidarios del régimen, cualesquiera que sean sus apellidos y su significación, y quienes somos sus adversarios. El rey es el hito, el rey es la linde: con él o contra él, a un lado o a otro. Y al ir contra él, ¿por qué desdeñar el auxilio de fuerzas situadas nuestra misma dirección?”
Cuando Indalecio Prieto pronunció esas palabras el 30 de abril de 1930, tuvo razón al afirmar que, en aquellas circunstancias, acabar con el régimen putrefacto de la Restauración pasaba por derrocar a la Monarquía. Lo estremecedor es que, 90 años más tarde y en una circunstancia histórica radicalmente distinta, esa visión resucita en los discurso de Pablo Iglesias o de Quim Torra.
Populistas de izquierda y separatistas coinciden en que para alcanzar sus objetivos últimos (que no son los mismos, pero convergen en el momento actual) es preciso que se desmorone el Estado construido sobre la Constitución de 1878; y la vía más rápida para que eso suceda es quebrarlo por su cúpula. Poner en crisis la forma de Estado equivale en la práctica a reventar al Estado mismo.
La virulenta ofensiva contra la figura del Rey no tiene que ver con el viejo debate de principios entre monarquía y república. Ni siquiera creo que se refiera específicamente a la actuación de Felipe VI. No es nada personal, es puramente cuestión de estrategia. La institución que representa se ha revelado, en un momento crítico, como un eficaz dique de contención en defensa de la Constitución, y eso obliga a destruir el dique para que caiga la fortaleza.
Es la legalidad constitucional lo que impide a unos desgajarse de España y a otros sustituir la democracia representativa por una suerte de régimen plebiscitario de perfiles tan confusos como inquietantes. El desasosiego social provocado por la crisis económica, la corrosión de los dos partidos que sostuvieron al sistema y la erupción mundial del nacionalpopulismo han creado el caldo de cultivo para que esos objetivos, que hace sólo siete años se considerarían disparatadamente absurdos, aparezcan hoy como realizables.
Tras la derrota de su asonada en octubre de 2017, toda la estrategia del nacionalismo separatista se dirige a barrenar al sistema judicial y a la Corona
Llevamos tres años de parlamentos inoperantes y gobiernos débiles, ocupados únicamente de sobrevivir y flotar sin rumbo conocido. El país carece de una dirección política merecedora de tal nombre al menos desde octubre de 2015. El poder legislativo y el ejecutivo llevan demasiado tiempo en almoneda. Es un momento histórico ideal para todo tipo de intentonas desestabilizadoras.
La aparición en el Congreso de un bloque de 95 diputados que se sitúan fuera de la Constitución coincide con el período de ingobernabilidad más prolongado de nuestra democracia. La alarma por ese hecho se transformó en emergencia cuando el bloque extraconstitucional en pleno se convirtió en la principal base fundacional y de apoyo al actual Gobierno, con más efectivos que el propio partido gobernante.
Ante la extrema debilidad y el comportamiento errático de los gobiernos y del Parlamento, durante el último año el Poder Judicial y la Jefatura del Estado son quienes más y mejor han contribuido a frenar el colapso institucional del país. Sin la actuación del Rey y de los jueces, quién sabe en qué punto nos encontraríamos ahora.
Tras la derrota de su asonada en octubre de 2017, toda la estrategia del nacionalismo separatista se dirige ahora a barrenar al sistema judicial y a la Corona. Para ese empeño cuentan con la colaboración activa de Podemos y sus confluencias. Ambos los han identificado como el núcleo duro y más resistente del entramado institucional que tratan de desmontar.
En algún momento el Gobierno de España tendrá que afrontar su responsabilidad de defender sin reservas a las instituciones del Estado
El punto de fisura entre el Gobierno de Sánchez y sus aliados debería manifestarse con toda crudeza cuando el Tribunal Supremo emita su sentencia sobre el golpe en Cataluña y, en paralelo, arrecie hasta el paroxismo la ofensiva coordinada de independentistas y populistas contra el Rey.
Pablo Iglesias dice aspirar a formar un gobierno de coalición con el PSOE pero, a la vez, contribuye con todas sus fuerzas a deslegitimar al Poder Judicial y a alentar la ruptura de una parte importante de la sociedad con la monarquía constitucional y con quien hoy la encarna.
Los separatistas ya han anunciado que desacatarán la sentencia del Supremo (entre otras razones, porque no reconocen la jurisdicción de la justicia española sobre Cataluña). Y han hecho saber también que su primer enemigo político ya no es ningún partido español –por supuesto, no el que hoy gobierna-, sino el Jefe del Estado.
En algún momento la tensión de esa doble tenaza sobre dos piezas medulares del sistema tiene resultar insoportable para un gobierno socialista, incluso si está presidido por alguien como Pedro Sánchez. En algún momento el Gobierno de España tendrá que afrontar su responsabilidad de defender sin reservas a las instituciones del Estado. En algún momento el Partido Socialista tiene que despertar de la anestesia que se autoinyectó y reaccionar ante el intento de demolición de un edificio del que fue arquitecto, constructor y administrador.
En España, específicamente, la línea divisoria más relevante es la que separa a quienes defienden la Constitución de quienes la impugnan
El “mojón separador” de Prieto no se alza hoy, como entonces, entre monárquicos y republicanos: hace mucho tiempo que ese debate dejó de ser existencial en la sociedad española. Ni siquiera es entre izquierdas y derechas, pese a las evidentes estrategias polarizadoras que se perciben en uno y otro campo.
Aquí, como en toda Europa, la batalla decisiva de nuestro tiempo se plantea entre la democracia liberal y representativa y las distintas versiones del nacionalpopulismo. Lo veremos con mucha más claridad cuando se abra la trascendental campaña de la elecciones europeas.
En España, específicamente, la línea divisoria más relevante es la que separa a quienes defienden la Constitución (incluidos los que quieren reformarla para mejor preservarla) de quienes la impugnan. En esa encrucijada, el Partido Socialista no puede permanecer mucho más tiempo con un pie en cada lado de la frontera. Por eso creo que en algún momento la contradicción esencial entre el PSOE y sus aliados de hoy se hará insostenible, por mucho que Sánchez esté dispuesto a convivir con ella todo el tiempo que sea necesario para seguir habitando en la Moncloa.
El “con el Rey o contra el Rey” de 1930 se formula en 2018 en otros términos: se está con la Constitución o contra la Constitución. Lo que se está desarrollando no es una ofensiva contra el Rey, sino contra la estabilidad constitucional del país. Por eso los que estamos con la Constitución, seamos monárquicos o republicanos de origen, de derechas o de izquierdas, estamos congruentemente con el Rey.