- Los gestos son importantes y es necesario transmitir al público el absoluto rechazo a Sánchez y sus peones, y más si están en el banquillo
El fiscal general, esforzado fámulo del presidente del Gobierno, se ha revelado como un caradura vocacional. Hablamos de un jurista que se entregó a la guerra sucia política por evidente orden de la Moncloa, pues nadie se la juega así solo porque es forofo del PSOE. Estamos ante un pícaro que se dedicaba a borrar los mensajes de su móvil bajo la mismísima mirada de los guardias civiles que registraban su despacho. O que compartía chistecillos con su subordinada, la fiscal Cianurito, sobre las perrerías que le estaban haciendo a Ayuso mediante el ariete de su novio.
García Ortiz está haciendo gala de una jeta más dura que el diamante, uno de los materiales más resistentes que existen. Con un pie en el banquillo por «revelación de secretos», sigue pavoneándose por la moqueta pública como si nada hubiese pasado.
El fiscal no se ha apartado de su cargo, como ordenaba la más elemental higiene pública, porque así se lo ha ordenado su jefe. Sánchez lo explicó a las claras en su nerviosa entrevista en TVE: no se puede ir «porque es inocente». Y es inocente porque así lo ha decretado Sánchez, que ya se dedica a acosar abiertamente a los jueces que hacen su trabajo (un señalamiento que ha voceado también en el extranjero, en una entrevista en el diario laborista The Guardian).
El enroque de García Ortiz provoca situaciones protocolarias chuscas, aberrantes. Todo el mundo sabe que a día de hoy es un apestado. Pero su cargo le sigue garantizando la presencia en importantes ceremonias públicas, como la apertura del año judicial de este viernes, que presidirá el Rey. ¿Cómo manejar esta situación? ¿Hay que mantener la apariencia de que aquí no pasa nada, tratarlo como si tal cosa? ¿O es necesario hacer gestos que indiquen al público que estamos ante una situación indigerible?
El deterioro público que ha traído el sanchismo es tal que no se puede mantener la ficción del business as usual, que dicen los anglosajones. Es necesario hacer gestos que transmitan de manera clara al público que lo de este jeta de la toga y lo del presidente que lo mantiene no tiene nombre. Por eso hace bien Feijóo en no caer en la hipocresía de acudir a la apertura del año judicial con García Ortiz en la mesa presidencial. Acierta al plantar el acto, aun estando el Rey obligado a acudir, pues es su manera de denunciar el atropello que nos está haciendo tragar el Gobierno. Cuando se pelea contra un mandatario que no respeta las reglas, los gestos se convierten en una importante barricada de defensa.
El propio Rey, que ayer se mostró serio y parco en su recepción a García Ortiz –aunque no faltó alguna sonrisa–, tiene maneras de mostrar su desagrado ante esta penosa situación sin incumplir por ello con su deber de neutralidad constitucional. Su padre era un maestro en la sutil política de gestos. También lo fue la magnífica Isabel II, que en vísperas del referéndum de Escocia de 2014 tuvo la astucia de dejar un mensaje a la salida de una misa con el que sin decir nada lo decía todo y mostraba su rechazo a la ruptura de la Unión. Queriendo siempre se encuentra una vía para dejar un recado.
La democracia española no estaba preparada para un personaje de la amoralidad táctica de Sánchez. Los padres constituyentes no supieron prever que algún día un mandatario podría erosionar la democracia desde el propio puente de mando. No establecieron los contrapesos y cortafuegos suficientes. Por eso en el primer instante en que Sánchez empezó a hacer cosas un poco raras (o muy raras), la oposición, los medios y el –inexistente– establishment intelectual y empresarial debió haberlo denunciado de manera sonora. Pero no se hizo.
Cuando se le pilló con su tesis doctoral trucada, la respuesta de la oposición de Casado fue flojísima, porque él tenía sus cosillas y no le interesaba ese debate. Cuando el Gobierno empezó a engalanar la sala de las ruedas de prensa del Consejo de Ministros con lemas propagandísticos y a convertir las comparecencias informativas en un mitin, no se hizo nada. Cuando las mentiras se iban convirtiendo en rutina, no se hizo nada. Cuando se empezó a intuir que Sánchez iba a vender a España a plazos en el mostrador de los separatistas… tampoco se hizo nada. El resultado es que el pueblo español se fue acostumbrado a la peligrosísima idea de que «aquí al final nunca pasa nada, todo vale», y el agente desestabilizador de nuestra democracia se sintió cada vez más impune y fue escalando en sus tropelías.
Así que con García Ortiz (y con Sánchez) ni a tomar una Fanta.