· Convencer a un pueblo de que todos sus males son culpa de otros, no es solo imponer lo que siempre es una mentira.
Hace poco me contaba un amigo, profesor universitario, que había comprobado con espanto que nadie en su clase –entre estudiantes de historia–, nadie sabía lo que era el Monte Gólgota. Hace unos días un viejo compañero me narró una anécdota quizás más tremenda. En su redacción y por una apuesta, había preguntado por separado a seis jóvenes periodistas, todos licenciados, que le explicaran qué era la URSS. Solo uno de seis lo sabía. Le creo. Este desplome abismal de la cultura general es terrorífico en España, donde «las generaciones más preparadas de la historia» están repletas de analfabetos funcionales. Crecen estos en inmensas camadas adanistas convencidas de que nada hubo en el mundo antes de ellas que merezca la pena recordar.
Pero esa tragedia cultural no es exclusiva nuestra. En todo Occidente contamos ya con varias generaciones educadas tras lo que se ha revelado como el terrible incendio en nuestra civilización: el llamado sesentaiochismo. Que quemó el andamiaje cultural de siglos para imponer en Occidente quincallería sentimental improvisada, grotescos dogmas de conducta y lenguaje y rebaja permanente en los niveles de forma y fondo a imponer en su implacable frenesí igualador. España llegó tarde y mal a la catástrofe, pero se esmeró en aplicar con brutal consecuencia e insistencia todos los peores efectos de aquella supuesta revolución liberadora convertida en plaga de mediocridad, nueva superstición y transgresión gratuita. Con el triunfo de la charlatanería y la corrección política como arma del comisariado, se extendió la hegemonía cultural de la izquierda que ya ha hecho enfermar a la sociedad entera.
El problema está menos en que no sea consciente nuestra sociedad de que es ya un malogrado producto de una desdichada y confusa involución de valores. Que ha desarmado a una sociedad con cada vez menos capacidad de autocrítica, cada vez más infantil y sentimental, cada vez más victimista, miedosa, ignorante y agresiva. Y cada vez, por tanto, con menos capacidad de regeneración y autodefensa. El problema está en que ya ni las supuestas elites tienen las referencias históricas y morales necesarias para generar liderazgos y movilizar conciencias ante el peligro. Por lo que cada vez triunfan con mayor facilidad quienes menos escrúpulos tienen a la hora de utilizar los más bajos recursos. Que son la mentira y la adulación. Convencer a un pueblo de que todos sus males son culpa de otros, no es solo imponer lo que siempre es una mentira. Es además seducirlo a una deriva irresponsable. Que en el mejor de los casos hace un gravísimo daño al pueblo afectado. En el peor lo extiende por su entorno. A veces hasta hacerlo un infierno.
Cuando se cumplen 70 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, en Grecia los nazis consiguen diecisiete escaños. Y los otros enemigos del orden democrático y de libertades europeo, los comunistas y ultraizquierdistas, superan ampliamente la mitad de la cámara. Todos los extremistas juntos suman cerca de dos tercios del parlamento. En otros países también crecen con rapidez organizaciones totalitarias que reivindican herencias de dictaduras pasadas y lazos con otras actuales. Auschwitz fue la quiebra absoluta de la civilización. La memoria y la conciencia de la realidad del infierno concebido, organizado y dirigido por alemanes, por europeos –la terrible certeza de que el ser humano más civilizado es capaz de lo que allí hizo–, han sido cimientos de nuestras democracias y código moral y de honor civil y político desde entonces. Y también barreras infranqueables para las conductas democráticas. Hasta que ahora, quienes nada saben del pasado porque ha dejado de importar y de enseñarse, ya abren de nuevo, en su ingenuidad, sendas por terrenos envenenados que llevan al infierno.
HERMANN TERTSCH, ABC – 27/01/15