FRANCISCO ROSELL-EL MUNDO
A esa confusión contribuían tanto las palabras de dos caras, bifrontes y ambiláteras, a las que se podía dar un sentido o su contrario, según se precisara y conviniera, como aquellas otras que se dejan guiar cual palo de ciego: «Da ciento en la herradura y ninguna en el clavo». En medio de la pesadilla política de su tiempo, Larra coligió que la palabra que mejor resumía aquel siglo XIX que le tocó penar era cuasi. Era, en efecto, la que se correspondía con aquella «época de medias tintas, y de medianías, época de cosas a medio hacer», regida «por un Gobierno de cuasi medidas» y con «unas cuasi instituciones reconocidas por cuasi toda la nación».
Al cabo de siglo y medio de aquella espléndida gacetilla de Larra, la palabra cuasi sigue siendo pertinentemente descriptiva de la España de hoy en la que andar el camino supone retroceder y enzarzarse en largas disputas sobre una nación que, siendo de las más antiguas del orbe, pareciera aún por constituir. Un tejer y destejer como el manto de Penélope. De hecho, a la hora de afrontar la ruptura del orden constitucional y de la integridad territorial de España que perpetró hace justo un año el independentismo catalán, el Estado recurrió a aplicar un cuasi artículo 155.
En vez de suponer la restauración del quebrantado Estado de derecho y de la convivencia democrática, esa alicorta decisión sólo sirvió en la práctica para convocar unas elecciones deprisa y corriendo que repusieron en el poder a unos golpistas que, aún puestos fuera de la ley, nunca se vieron despojados de los instrumentos reales de poder.
Como ha declarado Felipe González, abierto partidario de un 155 largo, como Blair hizo sine die con la autonomía de Irlanda del Norte, «quien se salta la lealtad institucional y vulnera la legalidad, se le llama a capítulo, se le frena, se le quita poder o se le suspende». No pasaría gran cosa y se daría satisfacción a la generalidad de la sociedad catalana. La mayoría, lo admita a voz en cuello o con la boca chica, estaría de acuerdo con ello. Incluidos los que usan ese lazo amarillo de quita y pon para ahorrarse problemas. Ya, al constatar la rápida conversión de fascistas en antifascistas a la caída del duce Mussolini, Churchill bromeaba con que, sumando unos y otros, Italia había pasado de la noche a la mañana de tener 40 millones de habitantes a sumar 80.
Así, ese cuasi 155 determinado por Mariano Rajoy, tras pactar un arreglo de mínimos con Pedro Sánchez y Albert Rivera, sólo reforzó a sus destinatarios directos y ha agravado la situación hasta los extremos registrados esta semana con la toma de las calles, la irrupción en edificios públicos para ultrajar la bandera española y el intento de allanamiento del Parlamento autonómico por grupos violentos espoleados por el president Torra. Al tiempo, como jefe máximo de la policía autonómica, éste daba instrucciones a los Mossos para que dejaran el camino expedito a esta especie de guardia pretoriana suya que constituyen los Comités de Defensa de la República (CDR), donde se alista su familia y cuyos métodos de amedrentamiento evocan al cuerpo paramilitar castrista de igual nombre.
Al modo de la Sección de Asalto (SA) del Partido Nazi, las siniestras camisas pardas, estos engallados CDR parecen incluso tener sometido al propio Torra. Como aquella fuerza armada llegó a envalentonarse con el mismo Hitler hasta que el dictador desató la Noche de los Cuchillos Largos el 30 de junio de 1934 para llevar a cabo la ejecución sumarísima de los jerarcas de las SA, decapitando al ala más radical del Partido Nazi. Al ver cómo le echaban este lunes en cara su falta de arrestos, a Torra no le quedó otra que proclamar «apretáis y hacéis bien en apretar». En línea sea dicho con sus antecesores Companys y Puigdemont, quienes dieron un salto en el vacío para no ser acusados de cobardes por sus compañeros de viaje.
Esas manifestaciones de Torra se interpretaron ajustadamente como un respaldo nítido a las acciones violentas de los CDR y, por ende, como una desautorización de los policías autonómicos a sus órdenes, quienes quedaron a los pies de los caballos. Siendo verdad que Arzalluz incurrió en su día en el despropósito de referirse a los terroristas de la kale borroka como «los chicos de la gasolina», hasta ahora ninguna autoridad con mando en plaza y responsable máximo de un cuerpo policial había animado como Torra a la comisión de delitos de esa gravedad.
Nada parece haberse aprendido de la aplicación apocopada del artículo 155 como tampoco de la deslealtad histórica del nacionalismo. Hasta Azaña, gran valedor de la autonomía catalana durante la II República, no pudo contener su desencanto e indignación contra su «doblez, codicia, deslealtad, cobarde altanería delante del Estado», como describe en La Velada de Benicarló, escrita en 1937.
No era para menos al contemplar como la Generalitat secuestraba funciones del Estado camino de su separación de hecho. Ni la derecha, leyéndolo encomiásticamente como Aznar, ni la izquierda, por afinidad ideológica, atendieron aquel aviso a navegantes, prefiriendo escarmentar en cabeza propia. Ciegos y más ciegos hasta tropezar y caer más profundo.
Así, perseverando en el error, el presidente Sánchez prolonga la política de apaciguamiento de Rajoy. Se sume en el mismo espejismo de pensar que, porque hay disensiones internas en el secesionismo –exclusivamente una lucha de poder por quien lo lidera y lo capitaliza en las urnas–, éste se va a romper. Luego, fracturado, concibe pactar con una parte del mismo –ERC, con Junqueras como hombre proverbial– un retorno a una cierta normalidad constitucional a cambio de concesiones estatutarias y presupuestarias, amén del indulto a los golpistas.
De momento, por anticipado, se libran cheques en blanco de los que luego ministros se lamentan al no disponer de los mismos medios que aquellos a los que el Estado costea a caño abierto firmando en barbecho. Así, el ministro Borrell llora por las esquinas su falta de recursos para la acción diplomática, mientras la Generalitat amplía el número de legaciones al ritmo que Zara abre establecimientos por el mundo entero. Lo que rige para embajadas sirve para los Mossos cuando Hacienda acepta venda en ojo la supuesta «deuda histórica» del Estado con la policía autonómica, abonando sin rechistar ni discutir la cifra, los 700 millones –ampliables a 793– que exigía la Generalitat.
Se equivoca de medio a medio el Gobierno, salvo que haga un ejercicio de hipocresía, sobre la fractura del independentismo. A la postre, siempre cierra filas cual mejillón que se da un golpe contra las rocas y se deja arrastrar por los más radicales. Como advierte Alain Minc, «el odio constituye un lazo social» que la Cataluña racista y xenófoba tinta de color amarillo. Pero es que, además, al adeudar a los separatistas el préstamo de votos que sufragó la catapulta de Sánchez a La Moncloa con 84 exiguos escaños, es altamente probable que el doctor Sánchez, ¿supongo? no desee entender algunas cosas teniendo en cuenta que su sueldo depende cabalmente de hacer como si no las entendiera.
Claro que no se puede caer en sobreactuaciones, luego rectificadas, como la del ministro Ábalos, secretario de Organización del PSOE, de considerar que la jornada de reivindicación del referéndum ilegal del 1-O estaba transcurriendo de modo «asumible», con la Generalitat garantizando la seguridad, cuando ésta dejaba la calle en poder de los camorristas violentos, mientras entorpecía la actuación de los Mossos.
Desgraciadamente, el bloque independentista está más unido que la liga constitucionalista, quebrada a raíz de la moción de censura que aupó a Sánchez a La Moncloa de la mano, entre otros, del separatismo catalán. Desde la amarga hora en que se hizo revivir el proceso catalán con aquel cuasi artículo 155 y sus promotores condicionan la gobernación de España entera, por medio de sus escaños en las Cortes, el PSOE se descolgó de la alianza constitucionalista por razones de poder. Ello después de hacer la goma a la rueda del ciclista Rajoy para enfrentar la rebelión separatista capitaneada sucesivamente por Mas y Puigdemont.
Como botón de muestra de ese descosido, el mismo líder del PSC, Miquel Iceta, quien no tuvo escrúpulos en valerse de la bandera española buscando beneficio electoral, no desaprovechó la ocasión –cosa que no hizo siquiera el interpelado– de afear a la líder de la oposición y líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas, que interpelara, con una de las enseñas españolas que se tremolaron en la gran manifestación que siguió al histórico discurso del Rey, al silente Torra: «Ni usted ni sus comandos van a hacer desaparecer esta bandera».
Tampoco anduvo a la zaga el portavoz del PP, Alejandro Fernández, al recurrir a uno de los mecanismos más certeros contra el totalitarismo como es el humor: «Señor Torra, si Cataluña es una colonia, ¿cómo es posible que un ser inferior como yo tenga colonizado a un ser superior como usted? Físicamente se parece mucho más a mí que a un saltador de pértiga noruego. Aunque le duela, es usted muy español. Somos un par de españolazos los dos». Nada mejor que una broma, como en la novela de Milan Kundera de ese título, para desactivar sutilmente la maquinaria de un régimen abusivo y abrasivo.
Es verdad que, en el Gobierno de Sánchez, no se posee de Torra una opinión mejor que la que Indalecio Prieto dispensaba al presidente de la Generalitat, Lluís Companys –«Está loco; pero loco de encerrar en un manicomio»– y que, probablemente, no haya más solución para la cuestión catalana que la que el antropólogo Caro Baroja proponía en los días más extremados y tenebrosos de su tierra vasca –enviar allí trenes llenos de psiquiatras–, pero se empeña en dar una apariencia de normalidad y no darse por enterado de afrentas y vejaciones.
En todo caso, Sánchez no debiera perder de vista que el tigre nacionalista no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse. No resulta conveniente, pues, que meta la cabeza dentro de la boca de la fiera, sino quiere perecer en el acto mismo, por mucho que presuma de buen domador y quiera hacer razonar a la bestia. Como el confitero de Larra que se había quedado dormido de confusión y pesadumbre, despertando despavorido, quizá quepa exclamar: «¡Mi opinión, sí, mi opinión, señores, es que Dios nos asista!».