ABC 02/03/14
JUAN CARLOS GIRAUTA
Conspiraciones tan elaboradas como el farol de Mas nunca triunfan. Cuando parece que lo hacen, es por un capricho del destino. El mundo es demasiado complejo para someterse a los planes de cuatro listos. Luego, la realidad se enamora de las casualidades, de las sincronías y de los cisnes negros, por usar la expresión de Nassim Taleb para metaforizar lo altamente improbable. Hay más. Los conspiradores no suelen atenerse a sus planes; dan demasiado trabajo. Los tipos tienen ocurrencias y las ponen en práctica.
En los planes originales del grupito de Mas (que ahora mismo consta de dos personas, como aquí se explicó: él mismo y Francesc Homs) se contemplaba la consecución de un estatus para Cataluña que permitiera a los nacionalistas disponer de un Estado con todas las de la ley de puertas adentro (en España), pero que apareciera ante la comunidad internacional como un apéndice del detestado país expoliador, casposo y centralista. Ello evitaba salir de la Unión Europea y del sistema euro. Un encaje de bolillos. Pero ¿cómo se operaba tal prodigio? O mejor, ¿cómo se ataba a esa mosca por el rabo? Muy fácil: el «Estado» catalán, de hecho, seguiría presentándose ante el mundo como parte del Reino de España, a la sombra de un Rey que presumían más flexible y maleable que la plastilina. Por aquel entonces, le preguntaron a Artur Mas si el futuro Estado catalán sería una monarquía o una república; significativamente, calló. Y entonces le cayó encima un jarro de agua fría. Qué digo fría… ¡helada! Era una carta de Juan Carlos I, publicada una semana después de la gran concentración de la Diada, cuyo lema había sido «Cataluña nuevo Estado de Europa».
Escribía el Rey: «Sólo superaremos las dificultades actuales unidos, caminando juntos, aunando nuestras voces, remando a la vez». La primera en la frente. Seguía: «Lo peor que podemos hacer es dividir fuerzas, alentar disensiones, perseguir quimeras, ahondar heridas. No son estos tiempos buenos para escudriñar en las esencias ni para debatir si son galgos o podencos quienes amenazan nuestro modelo de convivencia». Oh, el anhelado plan nacionalista de administrar el mejor de los mundos posibles (con España de cara al mundo, sin España frente a nuestros compatriotas) se acababa de ir al garete. La Corona no iba a seguir su juego. Que pudieran esperar algo distinto de quien simboliza y encarna la unidad y permanencia del Estado dice poco de las luces de los conspiradores.
La alusión real a la quimera, los galgos, los podencos y las esencias contrarió sobremanera a los nacionalistas, que atravesaron una etapa antimonárquica con gestos tan lamentables como el de tapar la imagen del Rey con un telón negro en la segunda toma de posesión de Artur Mas, tres meses después de la carta. Todavía no me explico por qué permanecieron sentaditos y callados en acto tan insultante los ministros presentes del Gobierno español. Tras un año de ridículos internacionales, desmarques de la UE, claridad de Rajoy sobre la inviabilidad de la consulta secesionista, y disidencia empresarial, los dos conspiradores pusieron los ojos en el Príncipe y retomaron su quimera. Qué error. Don Felipe vino a Cataluña, le dio la vuelta a la grosería de un rústico apostado por protocolo de la Generalidad que pretendía escenificar «el malestar catalán». Luego se reunió con prohombres catalanes, en general tan poco afines a la independencia como el propio Príncipe. Un segundo jarro de agua helada que da al traste con cualquier esperanza de colarle al hijo, de cara al futuro, lo que no le colaron al padre. Sigan conspirando.