PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, EL CORREO – 31/07/14
· En Euskadi era un referente para una amplia franja social de personas amantes de su propia singularidad y preocupadas por el destino de la colectividad española.
Que nadie busque en este artículo una sola frase de celebración u oculta satisfacción por lo que está ocurriendo ahora alrededor de la figura histórica de Jordi Pujol, porque no la va a encontrar. Más que nada porque con su caída no es que pierda solo el proceso independentista catalán, que por supuesto, sino que perdemos todos, por todo lo que representa para nuestra historia quien fue presidente de Cataluña durante los 23 años más decisivos de la Transición española, y respecto a los cuales su actuación en esta última etapa del desafío independentista no deja de ser, seguramente para él también, un triste colofón, un fracaso en definitiva.
Estamos ante un verdadero drama de nuestra democracia, que va más allá de los enredos de corrupción de los últimos años, con la trama Gurtel-Bárcenas, con la de los ERE y UGT en Andalucía o con Urdangarin y sus derivadas balear y valenciana, porque ninguno de estos casos, a pesar de horadar la confianza en nuestros partidos e instituciones más importantes, tiene la profundidad histórica y la significación política del ‘caso Pujol’. Con la caída de su mito, porque así se entendió también su figura política, queda igualmente afectado el mito de la Transición. Todo aquello que tocó Pujol, durante el periodo de construcción y consolidación de nuestra democracia, ha quedado contaminado por la profunda falta de ética de quien gestionó las cuentas públicas de Cataluña mientras ocultaba, durante 34 años hasta hoy en que ha decidido confesarlo, una fortuna puesta a nombre de su mujer e hijos.
Quien siga la trayectoria política del hasta hace poco ‘Molt Honorable’, comprobará que, quitando la deriva independentista de los últimos años –que a él mismo le producía un disgusto evidente, porque representaba lo opuesto a la moderación con la que se había guiado siempre en su vida política–, nos encontramos ante alguien que entendía la defensa de la identidad catalana como algo indisolublemente ligado al progreso y a la cohesión social y que además estaba convencido de que todo eso se podía conseguir sin poner en riesgo la unidad de España. Estos eran los fundamentos de su programa político, tal como los dejó expuestos de modo diáfano en el artículo que firmó para el número uno de la revista ‘Hermes’, de la Fundación Sabino Arana, de abril de 2001, y anunciado desde su portada: ‘Identidad, cohesión y cambio social’.
Y que por conseguirlos entendió que le cabía también la responsabilidad de estabilizar y moderar la política en España, dando el soporte parlamentario necesario a los gobiernos tanto de la última época de González como de la primera de Aznar. Y es que estamos ante un político que, a diferencia de los nacionalistas de aquí y de los ahora independentistas de allí, entendía que la estabilidad de España era un bien político en sí mismo, beneficioso para Cataluña también. Y esto lo entendieron así una gran mayoría de catalanes que le otorgaron su confianza durante tanto tiempo. Porque el fundador de CiU también lo demostraba con hechos: Pujol siempre se posicionó radicalmente en contra del terrorismo de ETA, hasta el extremo de solidarizarse con Barrionuevo, tras la sentencia que le condenaba por su implicación en el caso GAL, postura insólita que él explicaba desde la responsabilidad de un hombre de Estado que sabe lo que cuesta, en la lucha contra el terrorismo, el factor humano que tiene que llevarla a cabo sobre el terreno, lejos de la comodidad de los despachos y las tribunas periodísticas.
Será, por razones obvias, sobre todo en Cataluña donde más se deje sentir con el tiempo, y tras el aturdimiento inicial, esta enorme carga de profundidad que ha supuesto para su historia contemporánea el escándalo Pujol. Pero desde Euskadi también se notará, porque aquí su figura fue referente para muchos, sobre todo entre los nacionalistas, pero también entre una amplia franja social de personas con talante moderado, amantes de su propia singularidad y, al mismo tiempo, preocupadas por el destino de la colectividad española en su conjunto. Todos sentíamos que lo de Cataluña con su proceso independentista iba en serio no porque Mas, Homs o Junqueras salieran a la palestra a explicarlo, sino porque veíamos, muchos con cierto pasmo, cómo desde el palco de invitados del Parlament quien aplaudía las intervenciones más radicalizadas no era otro que Jordi Pujol, fundador del nacionalismo moderado en Cataluña, padre de la patria catalana moderna, sin duda el político más carismático de su historia y, junto con Suárez y González, de la Transición española.
Desde el nacionalismo llamado moderado, el de CiU en Cataluña y el del PNV aquí, se está luchando ahora por desvincular la figura de Pujol del proceso independentista, pero eso es tan imposible de conseguir como si lo intentáramos hacer respecto de lo que significó para la Transición española, vasca incluida. Tanto la Transición como el independentismo, procesos políticos trascendentales para millones de personas en España y en Cataluña, quedan ahora cuestionados seriamente en su credibilidad y en su imagen exterior, por el daño irreparable que les ha causado quien representó, en ambos casos, desde el ámbito nacionalista, su personalidad política más seria y convincente.
El PNV, además de firmar con él, y con el gallego Beiras, en 1998, la Declaración de Barcelona, para reactivar la entente de los nacionalismos periféricos por la plurinacionalidad del Estado español, rememorando la Galeuzca de 1933, le concedió a Jordi Pujol el premio Sabino Arana de 2005 por «su compromiso, la defensa de los valores de tolerancia y la búsqueda de la libertad y democracia»: ¿tendría que devolver también este reconocimiento, tal como le han exigido los suyos propios que haga con la medalla de oro de la Generalitat que le otorgaron en 2007?
PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, EL CORREO – 31/07/14