EL ECONOMISTA 02/11/13
NICOLÁS REDONDO TERREROS
El rechazo de la Doctrina Parot por parte del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo ha conmocionado a la sociedad española, poniendo en entredicho el comportamiento de los políticos y el funcionamiento institucional. Sobre los aspectos centrales de la cuestión se ha hablado mucho y se ha gritado más, pero me interesan aspectos menos evidentes y también, sin embargo, de carácter fundamental.
La primera atención se detiene en las dimensiones de la reacción, sorprendente para la mayoría de los integrantes del Tribunal Europeo, por sus repercusiones sociales. España hoy es un país en ebullición, dispuesto a estallar por cuestiones realmente importantes (como lo es para las víctimas contemplar las consecuencias de la aplicación de la resolución del alto Tribunal Europeo) y por otras que no lo son tanto o que lo son para una parte; y esto sucede porque el espacio central de la política española se ha «sentimentalizado», creando así un excelente caldo de cultivo para las posiciones más extremas.
No ha habido instancia pública o privada que no haya establecido su posición sobre la cuestión. La crucifixión de Zapatero parecía imprescindible para tranquilizar el espíritu de muchos (el expresidente, cuya caótica acción de gobierno en esta materia hizo que fuera a la vez el impulsor de la Doctrina Parot y el que terminara con ella, cuando ya estaba jubilado de la vida política, o el que durante su mandato fuese liberado De Juana pero también terminara en la cárcel Otegui, es el mejor chivo expiatorio que podrían encontrar), pero la marea de enfado no se ha quedado en las fronteras del socialismo español, ha salpicado también al Gobierno del PP, sorprendido una vez más por acontecimientos fácilmente previsibles.
Mejor buscar culpables que ser críticos
Reconociendo la sensibilidad de todo lo próximo a las víctimas del terrorismo, la reacción nos presenta una sociedad más dispuesta a buscar culpables que crítica, más inclinada a atrincherarse que a aceptar los inconvenientes de un sistema democrático, en compensación a un papanatismo institucional que lleva a la Audiencia Nacional a reunirse para excarcelar a Inés del Río sino con nocturnidad, sí con una urgencia incompatible con la dignidad, y a un magistrado español en el Tribunal de Estrasburgo a actuar con la prepotencia insensible del especialista ignorante.
Pero también nos encontramos consecuencias más soterradas y de más largo alcance. Si hasta ahora he venido criticando las servidumbres de un PSOE condicionado por una extrema izquierda mejor dotada para la protesta y la algarada, hoy reseño con inquietud que el Partido Popular puede ser igualmente prisionero de una derecha más intransigente, más fundamentalista, que desde la solidaridad y cercanía con las víctimas está construyendo una plataforma crítica y alternativa a Rajoy.
Si en el futuro se confirmara esta sumisión de las dos grandes fuerzas nacionales nos encontraríamos un cuadro político ingobernable: un Congreso de los Diputados poderosamente fraccionado y las dos fuerzas políticas mayoritarias fuertemente radicalizadas. Alejándonos de modelos moderados como el alemán podemos encontrarnos en las próximas elecciones generales con el modelo griego, no el italiano, caracterizado por la fortaleza de los extremos y la debilidad de los prudentes.
Por otro lado, el golpe del Tribunal Europeo ha puesto en cuestión la tardanza en acomodar nuestras leyes penales a la gravedad de los delitos, no se endureció el sistema de penas hasta bien entrada la década de los noventa. El retraso tuvo mucho que ver con nuestra reciente historia: el recorrido del franquismo a la democracia fue pacifico pero traumático, confundiendo frecuentemente el Estado Autoritario, del que veníamos y quisimos olvidar con rapidez, con el Estado con Autoridad, lo que hizo imposible un endurecimiento de las penas tanto a Suárez , aquejado injustamente de legitimidad, como a González, que tuvo que esperar hasta encontrarse con Belloch, proveniente de la carrera judicial y desprejuiciado ideológicamente.
Me temo que la confusión entre el Estado autoritario, sin legitimidad democrática , y el Estado con autoridad, autorizado por la voluntad de la nación a ejercer proporcionalmente la fuerza de la que es monopolista, sigue influyendo en nuestra vida pública, impidiendo comportamientos institucionales -y no me refiero sólo al ámbito jurisdiccional- comunes en los países de nuestro entorno.
La duración del terrorismo, basada en una claudicación del Estado que no se dio pero que los etarras siempre creyeron posible, y los órdagos independentistas, que no se producen en Francia por ejemplo, donde el reconocimiento de las realidades «nacionales » es nula, tiene que ver con esta nefanda equivocación.
Nicolás Redondo Terreros, Presidente de la Fundación para la Libertad.