Tomás Cuesta, ABC, 28/4/12
El desprecio hacia el perdón se exhibe como condición para salir del laberinto de muerte en el cual ETA convirtió al País Vasco
EL perdón irrumpe tarde en nuestra cultura. Ningún papel juega en la moral griega clásica. Y la «remissio» no va, en el derecho romano, más allá de la renuncia a cobrar una deuda. Su preeminencia en la tradición cristiana que es la nuestra procede de una peculiaridad sin precedente: la figura del Dios-hombre, que asume sobre sí el absoluto del comportamiento humano —y, en particular, de sus pecados— en tanto que hombre y que, en tanto que Dios no sometido al tiempo, puede recomponer la dimensión moral del daño causado.
No menoscaba la Justicia porque opera en el ámbito de lo primigenio, en la dignidad esencial que nos moldea. Salva el alma, el perdón y, aunque diluye la venganza, no alivia la sentencia. La pena que un juez mundano dicta pone precio al dolor, pero no lo remedia. Eso era lo que subrayaba, con su habitual precisión conceptual, Benedicto XVI en carta pastoral de hace dos años a los católicos de Irlanda. Su origen era una tragedia mayor del catolicismo contemporáneo: los escándalos de pedofilia que habían afectado a algunos de sus sacerdotes. La grandeza del perdón —que es de Dios y tan sólo Dios administra— excluía allí cualquier pretensión de modificar, o aun atenuar, el acto jurídico y sus consecuencias penales. «El sacrificio redentor de Cristo tiene el poder de perdonar incluso el más grave de los pecados y extraer el bien incluso del más terrible de los males», escribía el teólogo Ratzinger. Precisamente porque, en tanto que teólogo, sabía que hacer de la teología instrumento jurídico no podría sino rebajarla a una degradante función, instrumental. Por eso, acaba la epístola papal, «al mismo tiempo, la justicia de Dios nos llama a dar cuenta de nuestras acciones sin ocultar nada. Admitid abiertamente vuestra culpa, someteos a l as exigencias de la justicia, pero no desesperéis de la misericordia de Dios». Es la dinámica redentora del perdón: que, precisamente por no tener repercusión práctica ni penal, por situarse en el ámbito de la gratuidad perfecta, posibilita el retorno del alma a Dios. No en este mundo.
El desprecio hacia el perdón se exhibe, en estos días, como condición para salir del laberinto de muerte en el cual ETA convirtió, durante medio siglo, al País Vasco. Se niega así función a que los asesinos pidan perdón a sus víctimas y a las familias de sus víctimas, como si eso fuera sólo una vacía retórica sin contenido. Al tiempo que parece mantenerse en pie la exigencia de un «arrepentimiento» que, en ausencia de la teología del perdón, carece del menor sustento teórico y de la menor función moral. En la aceptación sacrificial que el perdón rige, el arrepentimiento toma el respaldo de un acto sagrado y, por tanto, intemporal. Sin esa primacía, quien dice arrepentirse de los horrores del pretérito no va allá de aquél que reconoce que hubo errores que pervirtieron la estrategia.
¿Puede, sobre esa sola constatación, asentarse una reducción de pena que no alcance automáticamente a toda la población penal? La duda, por obscena, sobre ofender, asquea.
Tomás Cuesta, ABC, 28/4/12