Ignacio Camacho-ABC
- Los guardianes del pensamiento correcto han convertido los ministerios en tribunales con potestad de veredictos paralelos
Parece que fue ayer cuando bastaba una imputación para que un político tuviera que dimitir ‘ipso facto’, por las buenas o por las malas, y además ser expulsado de su partido, repudiado en los medios y prácticamente obligado a retirarse a meditar al desierto vestido con una saya de saco. La presunción de inocencia era una muletilla retórica empleada a beneficio de inventario. Luego daba igual que lo desimputasen o resultara absuelto, primero porque de todos modos pasaba años sufriendo en bucle la célebre pena de telediario y luego porque tenía que sudar sangre para que alguien le diese un trabajo. Se subrayaba con retintín sesgado que su exculpación era «por falta de pruebas» -justo el principio básico del Derecho penal- y ni sus más fieles partidarios o amigos movían un dedo por rehabilitarlo. Todo lo más comentaban en privado lo lamentable de su caso: qué injusticia, con la buena carrera que llevaba y mira el pobre cómo ha acabado.
Y parece que fue ayer porque en efecto era ayer mismo cuando el estado de opinión dominante ejecutaba esos veredictos sumarísimos. No es el paso del tiempo lo que ha favorecido el salto cualitativo por el que aquellos linchadores de feroces prejuicios carecen hoy de reparos para convertir a colegas procesados y hasta convictos en cargos de confianza del Ejecutivo. Se trata, simplemente, de que antes gobernaba la derecha y era culpable por antonomasia, por definición, por huella genética. No hacían falta juicios: bastaba la mera sospecha para que la calle, dirigida por los tribunos de la nueva izquierda, dictase sentencia entre furiosas proclamas de regeneración y soberbias lecciones de ética. Tras años de degradación, contubernios y corruptelas había llegado la hora implacable de la limpieza.
Y en ella estamos, bajo la égida de los guardianes del pensamiento correcto. Ellos son a la vez la verdadera policía y los jueces auténticos, no esos impostores uniformados que merecen un pateo ni esos conspiradores reaccionarios disfrazados de magistrados del Supremo. Una denuncia, un procesamiento, una multa de Hacienda, una imputación, una condena firme dictada por los esbirros del orden viejo constituyen una condecoración moral en reconocimiento del compromiso en la defensa del pueblo, un mérito curricular para servir al Estado en el organigrama de un Ministerio. Los escasos socialistas que renunciaron o fueron destituidos en la época del bipartidismo deben de sentirse unos pardillos cuyas vidas podrían haber sido distintas de haberse resistido. Ahora verían indultados sus delitos o serían ponderados como ciudadanos ejemplares víctimas de la estrechez de un concepto deontológico antiguo. No supieron atisbar el advenimiento del progresismo genuino, del poder omnímodo investido de la facultad de decidir lo que es o no legítimo y hasta de decretar el exilio para un Rey sin necesidad de probarle ningún delito.