José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • El presidente estaba en el Consejo Fiscal que dictaminó la ley del aborto; Campo era ministro, y Díez, alto cargo cuando la aprobación de las leyes de la eutanasia y educación. Deben abstenerse o ser recusados

En junio de 2009, el Consejo Fiscal —órgano consultivo en determinados proyectos de ley— informó negativamente el anteproyecto de Ley Orgánica 2/2010 de interrupción voluntaria del embarazo. Este órgano consultivo rechazaba el sistema de plazos, y aducía la prevalencia del derecho a la vida. ¿Quiénes integran —entonces y ahora— el Consejo Fiscal? El fiscal general del Estado, el teniente fiscal del Tribunal Supremo, el fiscal jefe de la Inspección y nueve vocales, fiscales de carrera, elegidos por sus compañeros del ministerio fiscal. Aquel consejo fiscal lo encabezaba el hoy presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, a la sazón fiscal general del Estado que, con otros cuatro miembros del Consejo, discrepó del dictamen consultivo, preceptivo, pero no vinculante. Entre 2009 y 2011, el magistrado del TC designado por el Gobierno, Juan Carlos Campo, era secretario de Estado de Justicia, un detalle nada menor a estos efectos. 

Aquella ley orgánica, vigente desde 2010, fue recurrida por el grupo popular en el Congreso y desde entonces la impugnación ha dormido el sueño de los justos, con algún manoseo de ponencias que no han sido concluidas o que han sido intencionadamente aplazadas. Conde-Pumpido, en su nueva función de presidente del Constitucional, está determinado a resolver rápidamente el recurso de inconstitucionalidad, cuya ponencia le ha correspondido —y está prácticamente terminada— al magistrado Enrique Arnaldo. Pero la cuestión previa no es el fondo del asunto, sino otra distinta: si Conde-Pumpido, que intervino en el debate del dictamen del Consejo Fiscal en 2009 y votó en contra, debe abstenerse o debe ser recursado por su intervención de entonces en un asunto delicado que se somete ahora a sentencia del Constitucional.

Conde-Pumpido parece ser muy escrupuloso en su función jurisdiccional en el TC. En abril de 2021, se abstuvo en todos los recursos de amparo de condenados en la causa del proceso soberanista por los juicios que vertió en una conferencia que pronunció titulada “La democracia representativa en Europa: amenazas y fortalezas”. El pleno del Constitucional, por unanimidad, admitió la abstención. Más recientemente, en diciembre pasado, él y dos magistrados más —Inmaculada Montalbán y Ramón Sáez— firmaron un voto particular favorable a la recusación del expresidente del TC Pedro González-Trevijano y del magistrado Antonio Narváez, con una serie de argumentos que quizá se podrían aplicar en buena medida a su propia situación ante la deliberación y fallo de la sentencia sobre el recurso contra la ley del aborto. Por eso, no parecería coherente que ahora Cándido Conde-Pumpido participe en la resolución del recurso del PP, que se resolverá en el pleno del tribunal de los días 7 y 8 de febrero. 

También en febrero —los días 21, 22 y 23— el Constitucional deliberará sobre el recurso contra la Ley Orgánica 3/2021 de 24 de marzo sobre la eutanasia. Como quiera que el magistrado Juan Carlos Campo era a la sazón, y hasta julio de ese año, ministro de Justicia del Gobierno de Pedro Sánchez, resulta clara su abstención en esa impugnación (también en la de la ley del aborto) y en todas las relativas al proceso soberanista, ya que fue su ministerio, con él al frente, el que tramitó e informó favorablemente los indultos a los dirigentes secesionistas condenados.

Lo mismo cabría predicar de la magistrada Laura Díez, antes directora general en la Moncloa para Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia y, desde 2022 hasta su nombramiento en el TC, vicepresidenta del Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña. Parece obvio que deberá abstenerse en el pleno señalado para los días 7, 8 y 9 de marzo, tanto en la deliberación y fallo del recurso contra la ley de eutanasia del año 2021 como en las de la impugnación de la Ley Orgánica 2/2020 de 29 de diciembre de educación (ley Celaá), que impacta en el debate lingüístico catalán y en el sistema educativo catalán. Ya ha comunicado que lo hará en el recurso contra los decretos leyes de la Generalitat sobre el 25% del castellano en la escuela catalana. Da la casualidad, además, de que, en la redistribución de ponencias, le ha correspondido a la señora Díez la que debe plantear al pleno la estimación o desestimación de la impugnación de esa ley de educación. Tampoco debería albergarse duda alguna de que la magistrada será consciente de que concurre una clara causa de abstención y, en su caso, de recusación. 

¿Por qué no tendríamos que dudar de la probidad de estos magistrados y dar por descontado su apartamiento de las deliberaciones y fallos de estos recursos? Tanto por razones objetivas (lo impone la ley) como subjetivas (sus tesis razonadas respecto de la procedencia de las recusaciones de dos de sus predecesores). A la postre, estos son los inconvenientes de los nombramientos de los dos magistrados gubernamentales (Campo y Díez) y de un presidente del TC que fue fiscal general del Estado. Nunca estos perfiles habían llegado así al Constitucional, pero a lo hecho, pecho.

Así que parece claro que habrá abstención y, de lo contrario, mediarán recusaciones. Porque esto mandata el artículo 219.13 de la Ley Orgánica del Poder Judicial aplicable a los magistrados del TC como causa de abstención: “Haber ocupado cargo público, desempeñado empleo o ejercido profesión con ocasión de los cuales haya participado directa o indirectamente en el asunto objeto del pleito o causa o en otro relacionado con el mismo”. Y remacha el apartado 16 del mismo artículo: “Haber ocupado el juez o magistrado cargo público o administrativo con ocasión del cual haya podido tener conocimiento del objeto del litigio y formar criterio en detrimento de la debida imparcialidad”. La renovación gubernamental del TC y la indicación a sus magistrados por la Moncloa para hacer presidente a Conde-Pumpido en detrimento de María Luisa Balaguer ha sido, otra más, una operación política deficiente, porque ha dejado en reserva el combustible de credibilidad que precisa el máximo intérprete de la Constitución.