Editorial ABC

  • Violencia ciega y persecución a todo el que no se someta a los delirios del régimen talibán y sus satélites criminales es lo que les espera a los afganos cuando salga el último soldado aliado

La vieja fábula de la rana y el escorpión que no podía renunciar a su naturaleza mortífera es la que mejor explica la dramática secuencia de atentados terroristas de ayer en Kabul que ha causado decenas de muertos, entre ellos al menos doce soldados norteamericanos. Los terroristas tratan siempre de camuflar su apariencia bajo determinadas reclamaciones, pero su único rumbo permanente es usar la violencia, causar daño, cuanto más dolor mejor. Y la espantosa realidad es que esta matanza, que no pocos analistas y expertos occidentales habían considerado como prácticamente inevitable debido a la concentración extraordinaria de personas en los alrededores de los accesos al aeropuerto de Kabul, es también la consecuencia directa del peor de los errores que ha cometido Estados Unidos en Afganistán: haber negociado con los terroristas a los que se cansó de combatir. Como en la fábula, no sirve de nada que la rana haya accedido a ayudar al escorpión a atravesar el río, porque este no puede evitar traspasarla con su aguijón, sin tener en cuenta que entonces ambos perecerán. Por ello, los pactos con aquellos que no entienden más que de violencia no solamente son inmorales, sino que suelen acabar en más violencia y terror.

Los que han cometido esta masacre injustificable puede que no se reconozcan bajo la bandera del ‘emirato’ de los talibanes, aunque de todos modos forman parte de esa misma órbita de fanáticos yihadistas en la que unos y otros intentan acabar con cualquier signo de libertad y civilización en nombre del islam. Si talibanes y militantes del mal llamado Estado Islámico no han llegado a congeniar nunca en Afganistán no será porque tengan una convergencia en lo esencial, que es asesinar a todos los que no se someten a sus delirios. De hecho, aunque los talibanes se han desmarcado de este crimen, lo han hecho señalando a los norteamericanos como supuestos responsables de esa zona del recinto, no para condenar a los que han imaginado y perpetrado esta masacre.

Esto -violencia ciega y persecución religiosa- es lo que les espera a los afganos una vez que los últimos soldados aliados hayan dejado el país y esta es la razón por la que tantos de ellos están intentando desesperadamente salir a toda costa. Para los occidentales queda la vergüenza histórica de esta retirada convertida en derrota humillante, a la que algunos gobiernos quieren añadir el obsceno desdoro de abandonar conscientemente a estas personas, cerrándoles indiscriminadamente las puertas de sus países. Una pequeña parte de ellos, al menos los que tienen vínculos directos con la acción civil o militar de los europeos y los norteamericanos, podrán tal vez ser evacuados ‘in extremis’ y trasladados a países donde al menos podrán sentirse a salvo de la persecución de los talibanes. Desgraciadamente, la inmensa mayoría de personas que un día confiaron en que Occidente sería capaz de ayudarles a construir un país decente no podrán ser salvados.

Es cierto que este atentado demuestra también que es más necesario que nunca que los servicios competentes presten toda la atención necesaria a las características del flujo de afganos que están llegando a Europa, porque también hay que tener en cuenta que entre tantos miles que merecen protección habrá también un número indeterminado de terroristas, con sus aguijones bien preparados para atacar a la mínima ocasión. En todo caso, nadie podrá extrañarse de ello y mucho menos aquellos que pensaron que la solución pasaba por negociar con los escorpiones.