La existencia de deportados a petición del Gobierno español no debe servir para que las autoridades de Caracas apliquen el mismo estatus a todos los etarras que se esconden en el país. Y desde luego, un Gobierno que quiera ser amigo de España no puede permitir que su territorio sea utilizado por dos grupos como ETA y las FARC.
El 20 de diciembre de 1983, Felipe González viajó a París y se reunió a cenar con François Mitterrand. El objetivo principal de la cita era conseguir que Francia comenzara a colaborar en la lucha contra ETA. González impresionó a su interlocutor con las cifras de los asesinatos cometidos por ETA, pero el Gobierno de París no estaba maduro para detener terroristas y entregarlos a España. Así que propuso como solución intermedia la deportación a países lejanos. No era la solución deseada por el Gobierno español, pero entre tener a los terroristas en Bayona o San Juan de Luz, al lado de la frontera, o tenerlos al otro lado del Atlántico, González lo aceptó como mal menor. Francia deportaría etarras, pero España tenía que buscar el destino. Así que Julio Feo, secretario general de la Presidencia, viajó días después a Panamá para realizar la gestión.
El presidente panameño Ricardo de la Espriella aceptó hacerse cargo de seis etarras, y Feo tuvo que viajar a Caracas, donde Carlos Andrés Pérez aceptó otros cinco para completar el cupo de las primeras deportaciones que se hicieron efectivas el 10 de enero de 1984. Luego, vendrían otras, como las de 1989 desde Argelia al fracasar las conversaciones con ETA. En este lote estaba el etarra Arturo Cubillas Fontán, mientras que José Lorenzo Ayestarán, detenido en la última operación en Francia, procede del grupo deportado cinco años antes.
Las consecuencias de aquellas decisiones, en las que España apenas pudo elegir, se arrastran hasta hoy. Venezuela o Cuba tienen etarras, pero alegan que su presencia es resultado de acuerdos realizados a petición de los gobiernos españoles. En parte es cierto y en parte no, porque también hay etarras instalados que no forman parte de aquellos acuerdos. Las deportaciones han sido fuente de conflictos: los jueces eran partidarios de pedir la extradición de terroristas, pero los gobiernos eran reacios a tramitarlas. La lógica judicial choca con la lógica diplomática: no se puede pedir a un Gobierno amigo que, para hacerte un favor, dé refugio a terroristas y luego reclamar que los persiga y te los entregue.
La existencia de deportados a petición del Gobierno español no debe servir, sin embargo, para que las autoridades de Caracas apliquen el mismo estatus a todos los etarras que se esconden en el país. Y desde luego, un Gobierno que quiera ser amigo de España no puede permitir que su territorio sea utilizado por dos grupos como ETA y las FARC para desarrollar tecnologías terroristas, intercambiar experiencias, adiestramiento o recursos.
El realismo político, por encima de afinidades ideológicas, debe hacer comprender a Caracas que cualquier comportamiento connivente con ETA, por acción o por omisión, es un obstáculo en las relaciones con España.
Florencio Domínguez, LA VANGUARDIA, 3/03/2010