JON JUARISTI, ABC 09/02/14
· Las inclemencias de este invierno ponen marco a una congelación de la historia, que ha encallado en su día de la marmota.
«Pues hacía un gran frío, tan gran frío/ que echó al lobo del bosque aquel invierno». Los versos son de El tren expreso, de Campoamor, y no se refieren a ningún año concreto del siglo XIX, que fue de temperaturas medias más suaves que los anteriores. La Grande Armée se atascó en el barro invernal de Rusia en 1812, pero sólo cuatro años antes Napoleón había inaugurado en Biarritz la primera temporada de baños de mar de la Historia. Lo que mejor representa el espíritu del siglo XIX es el europeo blanquecino ligando bronce en playas de islas cálidas: Darwin en las Galápagos o Stevenson en Samoa. El siglo verdaderamente frío, como nos lo recuerda Geoffrey Parker en su último libro ( El siglo maldito, Planeta, 2013), fue el XVII, al que los historiadores el clima se refieren como la última glaciación, que puso fin al «largo verano» (la expresión es de Brian Fagan) iniciado en el neolítico.
El XVII, según Parker, sí que debió de ser catastrófico, con hambrunas, epidemias y guerras de rapiña, como la de los Treinta Años. Las guerras de entonces parecían tener motivos religiosos –calvinistas, luteranos y católicos se destripaban entre sí a lo largo y a lo ancho de la dulce Europa–, pero Parker sostiene que no, que en el fondo de todos los horrores estaba la glaciación, el enfriamiento, que arruinó la agricultura y sumió al mundo en la miseria. Parker, un gran historiador, no ha publicado por puro interés comercial un trabajo de más de dos mil páginas para hacerlo coincidir con uno de los inviernos más duros que se recuerdan, pero sin duda sus lectores hemos comenzado a mirarnos en sus páginas como en un espejo, desde una sucesión de ciclogénesis explosivas y frentes con nombres propiciatorios, que se agolpan en las costas del norte compitiendo entre sí para ver quién mea más alto.
El invierno más frío anterior al presente fue, según parece, el de 1956, con temperaturas que descendieron hasta los cincuenta grados bajo cero en el Pirineo. Han comenzado a correr por la red imágenes fotográficas de ese año, con trenes inmovilizados por la nieve en España y barcos refugiados en los puertos mediterráneos. Es muy posible que, en efecto, el invierno del cincuenta y seis fuera más riguroso que el actual y más pródigo en sabañones y neumonías, pero no coincidió con una congelación de la historia como la que hoy nos aqueja y, por tanto, no pudo convertirse en metáfora. Pasó como una pura contingencia meteorológica.
Las inclemencias de este invierno ponen marco a una historia que parece haberse detenido en otro tiempo sin fecha clara. Como los patinadores del Orlando de Virginia Woolf, que veían a través del hielo del Támesis, en el fondo del río, a otros patinadores de otras épocas, muy parecidos a ellos mismos y en posturas semejantes a las suyas, así la superficie de los periódicos y de las pantallas nos deja sólo vislumbrar avatares de un pasado tieso como los langostinos de Pescanova: los nacionalistas vascos ofreciendo la disolución de ETA a cambio de la amnistía de los presos de la banda y reclamando el territorio burgalés de Treviño para cambiarle la ortografía a los rótulos oficiales. El Gobierno hablando de fin de la recesión mientras el paro no deja de aumentar, y todos los demás demonios familiares donde estaban hace un año, amagando sin dar: secesionismos anunciados y regeneraciones pendientes, todos congelados en el fondo del río de Heráclito, que ha tenido a bien dejar de fluir en este invierno de nuestro descontento, para mostrarnos bajo una machadiana luz de acuario la inacabable danza, entre macabra y cursi, de los que fuimos, tan parecidos a los que somos y a los que seremos.
JON JUARISTI, ABC 09/02/14