Ignacio Camacho-ABC
- Sus señorías han renombrado la Cámara Baja con mucho cuidado de evitar un sintagma que incluyese la idea de España
AL Congreso todo el mundo lo llama así aunque oficialmente se denomine Congreso de los Diputados. La oficialidad viene determinada por la Constitución en este caso, de modo que cualquier cambio requiere el consenso inicial de tres quintos en ambas Cámaras, incluido el Senado. Así que la reforma del Reglamento para suprimir el masculino genérico es un brindis al sol sin otro resultado práctico que el de corregir toda la papelería del funcionamiento parlamentario. Ni siquiera se puede modificar el frontispicio de la portada porque al ser un bien de interés cultural catalogado se necesita permiso autonómico para alterarlo. Eso sí, al menos Sánchez podrá presumir de haber sacado adelante una de las pocas votaciones que le permiten ganar sus aliados.
A principios de este siglo, algunas dirigentes socialistas propusieron cambiar la letra del himno de Andalucía. El estribillo de «Andaluces levantáos» les parecía una reliquia machista. El problema se agravaba con otras estrofas de rotunda masculinidad imposibles de adaptar sin grave distorsión de la melodía. Eso de «los andaluces queremos volver a ser lo que fuimos, hombres de luz que a los hombres alma de hombres les dimos» chirriaba en la mentalidad feminista pero imperó la cordura pragmática y el propio PSOE, entonces en mayoría, decidió que el asunto no pasara del plano de la iniciativa. Lo de «Congreso de los Diputados y las Diputadas» ha corrido por la misma razón una suerte parecida.
A la izquierda le sucede con el lenguaje inclusivo algo similar a lo que está ocurriendo en el litigio de Juana Rivas contra el padre de su hijo: que por mucho que los tribunales –académicos o jurídicos– le quiten la razón se empeña en mantenerla por encima de cualquier veredicto. La RAE y la inmensa mayoría de los expertos lingüísticos insisten en que el desdoblamiento de género es una redundancia carente de sentido, que va contra la economía del lenguaje y constituye por tanto un artificio tan superfluo como postizo. Da igual; se trata de dejar clara la hegemonía de la ingeniería ideológica y su capacidad para imponer constructos políticos aunque atenten contra la lógica del sistema comunicativo.
Puestos a elegir otro nombre para la Cámara Baja, sus señorías podían haber dado con una expresión menos abstracta. La palabra congreso sirve igual para la asamblea soberana que para una reunión de partido, un simposio de odontólogos o una convención de agentes de la propiedad inmobiliaria. Si les parecía imperativo retirar la connotación varonil o patriarcal tenían a mano un sintagma mucho más incluyente, más preciso y además perfectamente encuadrable en la fachada: «Congreso de la Nación» o sencillamente «Congreso de España». Pero esa idea produce sarpullidos entre los socios de las minorías identitarias. He ahí, en ese banal debate nominativo, el resumen del drama de nuestra convivencia frustrada.