JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL

Aquí alguien, muchos, se han olvidado de que si mala es la guerra peor es la posguerra y ni el Gobierno, ni el sector, ni las CCAA ni los ciudadanos podemos absolvernos

Se veía venir. En el mes de junio, mucho antes de concluir el estado de alarma, responsables de empresas del Ibex 35 conversaron reservadamente con grupos de periodistas para transmitirles la necesidad de «salvar la temporada turística» reclamando al Gobierno que el fin del confinamiento coincidiese con la utilización de aplicaciones digitales que favoreciesen la labor de rastreadores que deberían ser contratados a miles para controlar y reducir los posibles rebrotes. Al tiempo, sugerían la necesidad de que desde los ministerios de Asuntos Exteriores y de Industria y Turismo se negociasen de inmediato con los gobiernos de los países que nos suministran millones de turistas (Alemania, Reino Unido y Francia), «corredores de seguridad» hacía las regiones más dependientes de esta industria como Baleares, Canarias y Andalucía.

Los asistentes a esas reuniones nos preguntábamos entonces y lo hacemos ahora cómo es posible que esas propuestas no estuviesen ya sobre la mesa del Consejo de Ministros. Al parecer, no lo estaban. La imprevisión ha sido gravísima a tal punto de que el sector turístico, el primero del PIB nacional, que absorbe el 15% del empleo, podría estar entrando en una auténtica bancarrota. A las objeciones a viajar a España –a todo o parte del territorio- lanzadas por los Gobiernos de Irlanda, Bélgica, Noruega y Francia, se ha unido la obligación del Ejecutivo del Reino Unido de someter a cuarentena a todos los viajeros procedentes de España. Las reservas de los británicos se han desplomado. Para entender la dimensión del problema bastan dos cifras: el año pasado nos visitaron 18 millones de ciudadanos del Reino Unido, de los que 400.000 tienen casa en España. Si el turismo francés es vital para Cataluña, el británico lo es para Baleares, Canarias y Andalucía.

Podemos echar mano de un estúpido patrioterismo victimizado. Pero el recurso solo consolaría a los lerdos. La verdad es otra: el domingo, el primer periódico en difusión en papel de España –el diario ‘El País’- desmentía a cuatro columnas en su portada el número oficial de fallecidos y los cifraba en 44.868, esto es, un 57% más de los admitidos por el Gobierno. Por cierto, desde Moncloa o desde el Ministerio de Sanidad, nadie replicó al periódico. Nadie tampoco desde las distintas Administraciones Públicas niega que en España tenemos una ratio de contagios de 39 por cada 100.000 habitantes, solo por detrás de Luxemburgo, Rumania, Bulgaria y Suecia. Por otra parte, el control de los rebrotes del coronavirus –con al menos dos transmisiones comunitarias- está en manos de las comunidades autónomas, cuyos instrumentos normativos para manejar la situación son insuficientes. La parsimonia gubernamental es solo comparable a la desvertebración del sector turístico que debería disponer de mecanismos de llegada a los mercados de origen, complementando –y, si es el caso, supliendo- las evidentes carencias de la acción exterior del Ejecutivo.

Si se salvaba la temporada turística de una manera razonable, los problemas en otoño serían menores. Esta era la tesis de los altos ejecutivos españoles que advertían de que debía hacerse lo que en estas horas intentan las ministras de Exteriores y Turismo, a las que, como al Gobierno, ha pillado el toro. No todas las responsabilidades pueden atribuirse a las Administraciones Públicas o a la debilidad asociativa del sector. Una parte de la ciudadanía no está a la altura de las circunstancias desoyendo los llamamientos más elementales a la precaución: uso de mascarillas (por cierto, ¿no se plantea el Gobierno que su distribución sea una prestación básica de la Seguridad Social?), distancia física e higiene frecuente de las manos, así como la evitación de eventos en grupos que no estén sometidos a estricto control.

En definitiva, no podemos abonarnos a teorías conspirativas. Es cierto que los países que exportan turistas prefieren que sus ciudadanos contribuyan a dinamizar el consumo interno, pero también lo es que las grandes operadoras –el ejemplo más representativo es el de TUI- están admitiendo cancelaciones gratuitas de reservas hasta este lunes muy numerosas y comunicando que hasta bien entrado agosto no reanudarán la contratación de paquetes con destino a España. La industria hotelera da por descontado que este año sus establecimientos cerrarán en septiembre, porque las anulaciones eran este lunes de entre el 60% y el 70% en los territorios turísticos por excelencia.

Es necesario –para escarmentar- que asumamos que la responsabilidad es del Gobierno, de las comunidades autónomas, del sector –por su inacción- y de los ciudadanos –muchos-, que no cumplen con las recomendaciones sanitarias. Que aquí no hay una conjura contra España como no la hubo cuando el presidente del Gobierno emplazó a la Unión Europea a que “no fallase”. No ha fallado, a pesar de aquella especie de desafío de Pedro Sánchez, que tras la cumbre de Bruselas se cuidará de no repetir. Es cierto que el Ejecutivo británico ha impuesto una cuarentena con precipitación, pero desde otras capitales venían avisando de que Londres podía tomar medidas después de que París, Berlín, Oslo y Dublín lo hubieran hecho.

No vayamos ahora a reiterar esa reticencia antieuropea que es tan del gusto del orgullo patrio. Alguien –en realidad, muchos- han olvidado el aserto según el cual «si mala es la guerra, peor es la posguerra». No, no hay conjuras contra España. Ineptitud, irresponsabilidad e imprevisión. Y falta de civismo. Nadie puede/podemos absolverse por completo de lo que nos está pasando.