ABC-JON JUARISTI

Superar la crisis política actual no exige propuestas originales, sino voluntades concurrentes

EN una tribuna de «El Mundo» del pasado viernes («Gobierno de sumisión»), Jorge de Esteban propone una fórmula para salir del presente atolladero político, sobre la que me parece interesante divagar (no diré discutir ni debatir, porque no hay espacio para ello en esta columna ni tiempo en el frenético calendario de la investidura o de su contrario). En síntesis, y tras una descripción muy bien argumentada del agujero en que ha metido a España el presidente en funciones, Jorge de Esteban propone la formación de un gobierno de salvación nacional (aunque no lo llame así) entre el PSOE, el PP y Ciudadanos; la modificación del título VIII de la Constitución (no explica, sin embargo, cómo podría hacerse mediante un proceso constituyente limitado a tal fin, máxime cuando se trataría de reducir el número de Comunidades Autónomas), y la concesión resignada al País Vasco y a Cataluña de «un estatus especial», toda vez que «no habría más remedio» que hacerla.

La propuesta, bienintencionada y aparentemente razonable, presenta diversos aspectos espinosos, y no es el menor la oposición que se le haría desde las CC.AA. a sacrificar, fueran las que fueren. Como Eduardo García de Enterría observara, la demanda real de autonomía en 1978 se limitaba al País Vasco y a Cataluña, pero diez años después las identidades particularistas eran ya mucho más numerosas, consolidadas y amplias. Reducirlas supondría una bronca considerable, y deslegitimaría más aún al Estado, porque se mostraría fuerte con los más débiles y sumiso y resignado ante los más fuertes. Pero lo peor de la propuesta reside, a mi juicio, en su constructivismo, un achaque frecuente entre los constitucionalistas (no entre los partidarios de la Constitución, sino entre los especialistas en Derecho Constitucional como Jorge de Esteban). Ya que no se puede explicar de una forma verosímil cómo podría llevarse a cabo un doble proceso de desconstrucción y reconstrucción del Estado de las Autonomías, se recurre a la retórica de las buenas intenciones, y así De Esteban arguye que «hay que convencer a los españoles de que lo que se puede hacer en otros países también se puede hacer aquí, porque la solidaridad no sólo va en un sentido cuando es algo justo». En abstracto suena muy bien, pero a ver cómo se convence de ello al empleado de un gobierno autónomo que va a desaparecer. Multiplíquese la dificultad por el número hipotético de casos de empleos autonómicos a extinguir y nos haremos una idea aproximada de la dimensión que podría alcanzar el problema. Comparada con la de Jorge de Esteban, incluso la propuesta federalista de los socialistas parece más viable, aunque sólo en apariencia, porque jamás sería aceptada por los nacionalistas vascos ni por los separatistas catalanes, los únicos a los que va –tácitamente– dirigida.

Por otra parte, la solución propuesta por De Esteban encubre una palingénesis. Nos devolvería al proceso constituyente de 1977-1978 e incluso al de 1931, cuyas limitaciones insalvables admitió Ortega en su memorable discurso del 13 de mayo de 1932 en las Cortes de la República, el de la famosa conllevancia (palabra que el filósofo no pronunció). Dado que el problema catalán, según Ortega, «como todos los parejos a él» en otras naciones, no tenía solución, lo más sensato sería conllevarse: los demás españoles con los catalanes y los catalanes con los demás españoles. Esa era, sin duda, la posición más razonable y más civilizada, que excluía a priori (y prudentemente) las soluciones finales. Para llegar a ella no eran necesarias propuestas políticas, sino voluntades concurrentes. Lo que hoy, desgraciadamente, no sobra.