JORGE DE ESTEBAN-El Mundo
El autor explica por qué nuestra Constitución recoge que la moción de censura debe ser ‘constructiva’. Subraya la audacia de Pedro Sánchez y lamenta que Mariano Rajoy no diera el paso de dimitir hace mucho tiempo.
SUPONGO que, como me ha ocurrido a mí, una gran mayoría de españoles preocupados por la cosa pública, estará conmocionada por los acontecimientos que comenzaron hace casi dos semanas, a partir del conocimiento de la sentencia Gürtel, y que han desembocado en la jura, ante el Rey, de un nuevo y espectacular Gobierno presidido por Pedro Sánchez, político que ha roto todos los moldes cuando nadie se lo esperaba.
Lo ocurrido en España, en tan escaso tiempo, es algo tan insólito como la resurrección de Lázaro, pues resurrección ha habido. En efecto, hace menos de un mes nadie daba un duro ni por el PSOE ni, especialmente, por su secretario general. Y, sin embargo, en este corto periodo, han pasado uno y otro, por decirlo así, del cero al infinito, gracias a la torpeza y ceguera del ex presidente Rajoy. Cabría afirmar que lo que le ha sucedido a Pedro Sánchez es algo parecido al cazador que sale a buscar perdices y, nada más llegar al coto, dispara al cielo para probar su escopeta y de repente le cae una hermosa perdiz roja que por casualidad pasaba por allí. Algo de esto se podría decir sobre el acierto de Sánchez al presentar por su cuenta una moción de censura, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, sabiendo que no contaba más que con 84 diputados de los 176 necesarios para derribar a Rajoy.
Un agudo comentarista de radio y prensa escrita, que a veces utiliza patines en sus comentarios y que no escatima apelativos cariñosos a tirios y troyanos, incluso a aquéllos que mantienen tesis parecidas a las suyas aunque no se percate de ello, me puso verde aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid. Dos días seguidos en su masiva emisión matutina mantuvo que yo defendía equivocadamente que en una democracia como la italiana debe prevalecer la legalidad sobre el mandato popular. Es decir, lo contrario de lo que piensan los nacionalistas catalanes y que, según parece, también sostiene mi crítico. El primer día me imputaba que yo era partidario de que el presidente de la República italiana enmendase despóticamente la plana a los electores y que, por tanto, yo estaba en contra de las elecciones. Y el segundo día, para no alargarme en un asunto que es muestra de la confusión reinante, que yo defiendo, en consecuencia, el «despotismo ilustrado», lo que considera «una gansada». Sobran las palabras para descalificarlo, aunque sean más de 500.
Ahora bien, si he mencionado aquí este despropósito es porque este mismo autor afirmaba en uno de sus últimos artículos que si Rajoy hubiese presentado el jueves día 30 la dimisión nos habría ahorrado el denominado Gobierno Frankestein y hubiésemos tenido elecciones, lo que no es cierto si nos atenemos a los artículos 99 CE y 21.4.a, de la Ley del Gobierno de 1997.
Que Rajoy estaba flotando en su burbuja, sin ningún contacto con el suelo, era algo que muchos decíamos hace tiempo. En mi caso, en un artículo que publiqué en estas páginas, titulado El ejemplo de Suárez, el 23 de agosto de 2016, copié las siguientes palabras del primer presidente de la democracia: «Hay encrucijadas tanto en nuestra propia vida personal como en la historia de los pueblos, en los que uno debe preguntarse serena y objetivamente si presta un mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él». Semejante reflexión la planteaba Suárez porque presentía la amenaza de un golpe de Estado en el que parecían estar implicados políticos y altas instituciones del Estado, lo que le llevó a afirmar que no quería que «el sistema democrático de convivencia fuese, una vez más, un paréntesis en la Historia de España».
Cuando escribí el artículo mencionado, estábamos en una situación que me parecía tan grave como la de 1981, porque se dejaba sentir el sabor de un golpe de Estado latente, protagonizado por los separatistas catalanes, que se mascaba en el ambiente desde hacía tiempo. Es más: habíamos asistido, el 9 de noviembre de 2014, a la celebración de un referéndum ilegal de autodeterminación sin que el Gobierno de Rajoy hiciera nada por impedirlo –y negó su celebración tres días después de que hubiera sucedido–.
El caso es que en las elecciones repetidas del 26 de junio de 2016, el PP, aunque lograse finalmente la investidura de Rajoy, no obtuvo más que 137 escaños en el Congreso. La cifra más baja con que ha contado un Gobierno en la democracia, lo que equivalía a decir, como yo avisé, que la moción de censura, que hasta entonces había sido una posibilidad utópica, podría convertirse esta vez en realidad, como así ha ocurrido. De ahí que lo deseable hubiera sido, tal y cómo se presentaban los acontecimientos, que Rajoy hubiera dimitido mucho antes, siguiendo el ejemplo de Suárez. Así nos hubiéramos ahorrado el 1 de octubre de 2017, esto es, la culminación del golpe de Estado que se venía gestando en Cataluña, con todo lo que vino detrás y que desembocó en la conmoción de censura.
Son necesarias algunas consideraciones sobre el origen de esta institución de control que adoptó la Constitución de 1978, sobre la naturaleza jurídica de la misma y sobre la legitimidad de su actual utilización. Para empezar, creo no errar si sostengo que fue el PSOE el primer partido que adoptó la idea de la «moción de censura constructiva», a imitación del artículo 67 de la Ley Fundamental de Bonn, que yo sugerí, con algún añadido, en las Bases para una Constitución que redacté en febrero de 1977 por indicación de Felipe González, adoptada después por la mayoría de los partidos en el proceso constituyente. La razón de haber defendido este tipo de moción que exige para derribar a un Gobierno –como ocurría con tanta frecuencia en la República de Weimar o en la IV República francesa– que se elija en el mismo momento a otro presidente, era evitar el juego del pim-pam-pum político, que conducía a una continua inestabilidad gubernamental. Otros países con régimen parlamentario, como Hungría o Eslovenia, también adoptaron este sistema.
En segundo lugar, hay que tener en cuenta que este tipo de moción de censura tiene un carácter más bien disuasorio que real, porque se aplica muy pocas veces, sobre todo en los países con fuerte bipartidismo, hasta el punto de que en la misma Alemania, creadora del invento, únicamente ha tenido éxito en sus 67 años de existencia una sola vez. Desde el punto de vista de su aplicación, cabe afirmar que suele funcionar en caso de transfuguismo político o bien en países con coaliciones gubernamentales en los que se pueden romper los pactos para alcanzar la mayoría absoluta requerida.
POR OTRO LADO, se afirma que en caso de que triunfe una moción de censura sustituyendo al presidente en ejercicio por uno nuevo, éste carecería de legitimidad democrática al no haber sido elegido por las urnas. Argumentación errónea, porque en un régimen parlamentario quien se convierte en presidente no es el que haya obtenido más votos de los ciudadanos, sino el que consiga mayor número de votos entre los diputados, ante quienes responde políticamente el jefe del Ejecutivo.
Y ahora vayamos al tercer aspecto mencionado respecto a esta conmoción de censura. Son varios los argumentos que se han esgrimido para descalificar la sorprendente victoria de Pedro Sánchez. En primer lugar, se afirma que no es diputado; cierto, pero ello no impedía que legalmente pudiera ser candidato a la Presidencia. A continuación, se le imputaba que no hubiera sido elegido por las urnas, pero ya he dicho que en los regímenes parlamentarios quien elige al presidente son los diputados y no los electores. En tercer lugar, se le ha incriminado que no presentara un Programa de Gobierno. Cierto, pero es que ni la Ley Fundamental de Bonn, ni el artículo 113 de nuestra Constitución lo exigen y, por tanto, no era necesario. Sí es cierto que el Reglamento del Congreso de los Diputados, en su artículo 177.1, señala que el candidato «podrá» intervenir para exponer su programa, pero como se ve es una posibilidad, luego no es una obligación. Y, como consecuencia, se sostiene que por no haber expuesto ese programa no cuenta, por el momento, más que con sus 84 diputados, y que el resto de los que le votaron en la investidura son cada uno de su padre y de su madre, y que sólo tuvieron como objetivo común derribar a Rajoy y no elegirle a él. Muy bien, ¿y qué? La moción de censura constructiva sirve sobre todo para derribar a un presidente que ha sido un desastre.
En un apasionante libro que acaba de publicar Sandrine Morel, corresponsal de Le Monde en España, titulado En el huracán catalán, mantiene que la actuación de Rajoy en este contencioso ha sido de «una irresponsabilidad total». La política hace extraños compañeros de cama, sí. Pero yo diría, sin embargo, que hay algo que une a la mayoría de los partidos que votaron contra Rajoy, y hasta a algunos diputados del Partido Popular, y es lo que un genial dibujante decía en su viñeta del sábado: «A ver si al menos consiguen mejorar las relaciones de España con España».
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.