Agustín Valladolid-Vozpópuli
Se pretende crear un estado de opinión que asuma con naturalidad que algún día el Congreso vote en contra de un suplicatorio solicitado por el Supremo
Un año largo después de que, a petición del independentismo y a propuesta del Gobierno, el Parlamento eliminara del Código Penal el delito de sedición y le hiciera un traje a la medida al de malversación; a los pocos días de que, por parecida imposición, ese mismo Parlamento aprobara el 30 de mayo de 2024 la Ley de Amnistía en favor de los condenados por el procés, un reconocido jurista me confesaba el temor a que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ante el que los golpistas habían presentado recurso contra la sentencia del Tribunal Supremo (TS), acabara dando a estos la razón.
Ese inicial desasosiego respondía a la lógica de la presión que las decisiones políticas ejercen en el ámbito judicial, así como a la derivada de que sea un gobierno legítimo y democrático el promotor de la anulación de un determinado delito, arguyendo un supuesto anacronismo y la necesidad de adaptar la legislación penal a la doctrina europea, lo que hacía, y hace, que las posibilidades de que el TEDH acabe por atender las razones de los convictos aumentan exponencialmente.
En aquel momento, lo que efectivamente inquietaba a mi interlocutor era el impacto que podría tener en la credibilidad del sistema judicial español, y más en concreto en el prestigio del Tribunal Supremo, una sentencia de la Corte de Estrasburgo que revocara la dictada contra Oriol Junqueras y los otros ocho condenados por desobedecer la Constitución y atentar contra la integridad territorial del Estado. Hoy, a la vista de la campaña de hostigamiento patrocinada por el Gobierno contra determinados jueces y tribunales, esa inquietud ha derivado en alarma.
Se está a la espera de que el TEDH desautorice al Supremo y convalide los argumentos del independentismo para intensificar la campaña contra los fiscales, jueces y magistrados ‘desobedientes’
Y no son únicamente los destinatarios de reproches de dudoso fundamento jurídico los alarmados. El temor se percibe en casi todos los ámbitos jurídicos. Ya sean jueces y fiscales, abogados u otros juristas. Ya no se trata solo del crédito del Supremo. La preocupación va mucho más allá y tiene que ver con el cada vez más visible riesgo de debilitamiento y posterior neutralización del que, junto a la Prensa, es el principal contrapeso corrector de los abusos del poder político en una democracia: el Poder Judicial.
La decisión estratégica de Pedro Sánchez, que en los casos del fiscal general del Estado o de su mujer, por solo citar los dos más llamativos, pasa por aguantar a cualquier precio, incluido el de arrastrar por el suelo la reputación de las instituciones, cobra todo el sentido si como parece la decisión tomada es la de no rendirse, llegar hasta el final. Dicho de otro modo, aguantar el pulso y blindar a los investigados, y potencialmente encausados, de cualquier decisión de los tribunales.
Estamos hablando de inmunidad. No es tan sencillo, bien es cierto. Pero están en ello. Llevan tiempo sembrando el terreno, profundizando en la idea de un frente judicial no suficientemente comprometido con la democracia, en algunos casos cuasi golpista, y en contumaz estado de rebeldía frente a un Parlamento que es el legítimo representante del pueblo soberano. Se trata, digámoslo sin circunloquios, de crear el estado de opinión necesario para que algún día, si se da el caso, el Congreso de los Diputados, con toda naturalidad, rechace conceder un suplicatorio solicitado por el Supremo. Por lo que pudiera pasar.
¿Suena fuerte? Veámoslo de este modo: a no mucho tardar, habrá sentencia del TEDH sobre el procés. Hay pesimismo. Si da la razón a Junqueras y compañía, siquiera parcialmente, escucharemos y leeremos de todo. Y no solo en los medios que apoyan al independentismo. Ya se prepara el terreno. Véase, por ejemplo, el reciente y pasmoso artículo, firmado por Perfecto Andrés Ibáñez en la revista de la Asociación Jueces para la Democracia, en el que el magistrado emérito de la Sala de lo Penal, abdicando en algún que otro párrafo de viejas convicciones, arremete contra el instructor de la causa que afecta al fiscal general del Estado.
El recurso de amparo como segunda casación
De confirmar el TEDH los argumentos del independentismo, la prensa domesticada y los intelectuales y juristas orgánicos echarán mano de sus mejores diatribas contra jueces y magistrados “desobedientes”. No van a dejar pasar sin más la ocasión de ver cómo el Tribunal Supremo muerde el polvo en Estrasburgo. El eje del plan pasa por reforzar la anomalía de un Tribunal Constitucional (TC) convertido en el último órgano de casación de la jurisdicción penal en detrimento del Supremo.
Lo del TC, “desnaturalizando el recurso de amparo al convertirlo en una segunda casación”, como ha señalado en un auto el magistrado Andrés Palomo (no adscrito a ninguna asociación judicial) e invadiendo el espacio del Supremo, no es nuevo. Pasó con los ERE (por sólidos y atendibles que sean los argumentos de algunos de los condenados; no se trata del huevo sino del fuero), alterando la decisión del TS en lo que juristas independientes han calificado de indulto encubierto, y puede pasar con Dolores Delgado y Álvaro García Ortiz.
El Constitucional inadmite el 98,2 por ciento de los recursos de amparo que recibe, y lo hace con argumentos que también servirían para rechazar los de la exministra y el fiscal general, inmersos en conflictos ajenos a la supuesta conculcación de derechos fundamentales y más bien vinculados con decisiones administrativas y la comisión de presuntos delitos tasados en el Código Penal.
Con la complicidad de la mayoría del Constitucional, llevan tiempo sembrando la idea de un frente judicial no suficientemente comprometido con la democracia, en algunos casos cuasi golpista, y en contumaz estado de rebeldía
Pero no se trata de ser fieles intérpretes de la Constitución. Se trata de aguantar, de consolidar una suerte de hermandad de sangre para que, como concluye el profesor Gonzalo Quintero en este artículo, “domeñada [sin excepciones] la acción popular (cosa por demás absolutamente necesaria) y controlada la actuación del Ministerio Fiscal”, desaparezca “cualquier riesgo de actuaciones judiciales molestas para el Ejecutivo o para quien este considere necesario proteger”.
Por eso a Álvaro García Ortiz no le permiten tomar la única decisión institucionalmente admisible y personalmente honorable: dimitir. No puede haber deserciones ni fisuras en el muro de contención. Esta es una batalla en la que puede que no haya prisioneros y lo que hay en juego no permite dudas ni fugas.
Toda la carne está en el asador: la Ley Orgánica de Medidas de Eficiencia del Servicio Público de Justicia; la proposición de Ley para limitar la acción popular y añadir una nueva causa de recusación de jueces; y un nuevo proyecto de ley por el que se modifica el sistema de acceso a las carreras judicial y fiscal para “democratizarlas”, simpático eufemismo el empleado para modificar el sistema de oposición y abrir la puerta a los más leales a la causa. Todo vale para debilitar el tercer poder del Estado. También bloquear el nombramiento efectivo de Andrés Martínez Arrieta como presidente de la Sala Segunda.
Ya solo falta que los magistrados de Tribunal Europeo de Derechos Humanos, cuyo conocimiento de todos estos “pequeños detalles” y de la realidad española es manifiestamente mejorable, hagan lo que se espera de ellos y dictaminen que la Sala Segunda del Supremo no protegió como debía los derechos de los que llevaron a la democracia española hasta el borde del abismo. Será entonces cuando se inicie la fase decisiva. La que puede cancelar por mucho tiempo en nuestro país, al modo húngaro, el hasta ahora vigente modelo de separación de poderes.