La revisión de un proyecto público ante el Tribunal Constitucional debe atenerse a la letra y al espíritu de la Constitución; le basta con eso. Pero ese mismo examen ante la opinión pública se queda demasiado corto como no le acompañe una advertencia sobre la calidad democrática de aquel proyecto.
No sería oportuno discutir la conveniencia de una práctica habitual, y un tanto cansina, en nuestra escena pública? Se trata de la constante referencia al acuerdo o desacuerdo con la Constitución de cualquier propuesta política de cierto alcance como si fuera el argumento con el que sentenciar lo admisible o rechazable de tal propuesta. La inician los políticos y la refrendan después (que me perdonen algunos queridos colegas) unos cuantos profesores de Derecho Constitucional. O viceversa, lo mismo da. Favorables y contrarios tienden a plantear el debate sobre política lingüística, reformas estatutarias, financiación autonómica y otras cuestiones cruciales del momento… en términos de constitucionalidad o inconstitucionalidad, y pare usted de contar. Acertada o tramposa, me temo que esa invocación -tal como suele hacerse- maleduca a los ciudadanos.
Y es que el de la constitucionalidad no debe ser nuestro único recurso a la hora de emitir un juicio político lo bastante meditado. Si fuera el único, se vendría a confesar el vacío de otras razones que avalaran la opción preferida y que ésta carece de más sustento que el puro mandato de la ley. Pero es que tampoco debería ser el principal y, en cierto sentido, ni siquiera el último argumento al que acudir para zanjar las disputas públicas. Eso sería tanto como mantener que las demás razones (en última instancia, morales) tan sólo valen si las respalda la sanción legal y pierden su fuerza en cuanto dejan asomar alguna discrepancia con el derecho. Y si esas razones son secundarias y hasta sobran cuando aparece la jurídica, ésta será entonces la máxima y autosuficiente. En definitiva, es un argumento que disuade de indagar otros argumentos.
Los riesgos son abundantes, no me lo van a negar. Ese modo de proceder suele desinflar el debate, pues todo queda enseguida resuelto por la letra de la ley o reducido a un solo quehacer: recitar nuestra Carta Magna o interpretar la jurisprudencia constitucional. No hay lugar para otro esfuerzo argumental que vaya más allá. El derecho no comparece como una plasmación de reflexiones previas y que remita a fundamentos más hondos, sino como algo absoluto y terminado. Atrévanse a suscitar estos interrogantes ante un estudiante medio de Derecho y verán si acierto.
¿Otro síntoma?: la declaración de ciertos constitucionalistas de que los preámbulos de las leyes carecen de valor normativo. La norma constitucional adopta entonces la figura de prontuario de recetas, fórmulas prefabricadas o respuestas automáticas de las que no interesa saber su porqué. Ese saber pertenece a los expertos, mientras a los legos nos toca escuchar a estos sumos sacerdotes sin interrumpir.
Creo que la Constitución adquiere así una apariencia misteriosa y poco amable ante la ciudadanía de a pie. Cuando nuestros hombres públicos desdeñan en sus pleitos todo intento de justificación razonable para limitarse a señalar el carácter constitucional de sus tesis y el inconstitucional de las opuestas, nuestra última norma queda como revestida de pura prepotencia. Si no hay más razones que dar ni que pedir, es que se piden y se dan pocas razones. Se diría, pues, que el precepto constitucional es algo aleatorio o hasta arbitrario. Lo mismo que se acordó una vez hace algún tiempo, podría ser desdicho o corregido al cabo de los años simplemente porque ha cambiado la voluntad de la mayoría. Al parecer, todo se fía a la voluntad. No se apela a algún otro criterio de legitimidad que lo justificara entonces y lo justifique ahora. Al contrario, al ciudadano le queda la impresión de que lo que hoy se acepta hubiera podido aceptarse ayer y que el sagrado dogma constitucional no lo era tanto. Sólo era expresión de la manida «correlación de fuerzas».
Esta hinchazón constitucionalista sería la atmósfera en que culmina la juridización creciente de la sociedad. Me refiero a esa tendencia a suplantar el área de lo político y lo moral por lo estrictamente legal. Cada día más, el se debe o no se debe de una conducta individual o colectiva deja paso al se puede o no se puede que dicta el derecho. Como no hay que juzgar nada ni a nadie, ¡vaya osadía!, eso queda hoy a cargo de los jueces togados. Que sea lo más justo para nuestra comunidad, las preguntas por la bondad de los fines y no sólo por la eficacia de los medios, etcétera, todo queda recortado a la medida de la plantilla jurídica. Lo que no está en el código no está en el mundo (ni se le espera). Y algunos aún quieren reducir la educación política de los ciudadanos a la enseñanza de la Constitución…
Pues claro que hay que invocar la Constitución como norma última, faltaría más, pero con la conciencia de que así empleamos un argumento penúltimo. Sabemos que las normas legales han de ser públicas, contar con fuerza coactiva y gozar de vigencia universal en una comunidad. Y también sabemos que éstos son requisitos que a menudo incumplen las normas morales, por definición más particulares y disputables. Sólo el derecho aporta el andamiaje para la convivencia en una sociedad tan plural, que sin ese armazón constitucional se vendría abajo. De modo que consagremos el imperio de la ley, desde luego, pero que sea una ley razonada. La ley escrita debe prevalecer sobre las leyes no escritas; sí, pero esa ley escrita sólo puede emanar de otras no escritas. Pues, a menos que la Constitución se considere autofundada (o producto de alguna inspiración divina), habrá que esmerarse en exponer en qué se funda a su vez ella. Si la norma legal básica en que descansan todas las otras sólo descansara en sí misma, ¿con arreglo a qué mediríamos entonces su propio valor? Tiene que buscarse en algo por encima de ella, hacia lo cual se orienta y que permite juzgarla según su proximidad a ese ideal. Ese ideal habrá de ser un derecho moral que sea a un tiempo fuente, guía e imperativo de todo derecho positivo.
Así topamos con el principio democrático de la vida política, que es la base de los principios constitucionales y no al revés. Lo constitucional no agota lo democrático, porque tampoco la democracia se manifiesta inmaculada y completa en cada Constitución. Por eso la revisión de un proyecto público ante el Tribunal Constitucional debe atenerse a la letra y al espíritu de la Constitución; le basta con eso. Pero ese mismo examen ante la opinión pública se queda demasiado corto como no le acompañe una advertencia sobre la calidad democrática de aquel proyecto. Frente a este amplio tribunal ciudadano, limitarse a mostrar algún vicio de inconstitucionalidad será engañoso si omite resaltar otros posibles vicios mayores.
Ya imaginan a cuento de qué viene todo esto. Al fundado recelo de que ciertas medidas fiscales, educativas o lingüísticas de algún Estatuto en trance de reforma, la pretensión nacionalista vasca de celebrar una consulta de autodeterminación, etcétera, no sean tan sólo inconstitucionales, sino además antidemocráticas. Y ello aun cuando hubieran recibido todos los sacramentos debidos en los Parlamentos regionales y en el de la nación. Pueden ser antidemocráticos tanto por el título que invocan (el Pueblo étnico como sujeto, unos presuntos derechos colectivos o históricos, etcétera) como por los perversos efectos que producen (unos derechos desiguales en el seno de un mismo Estado, el enfrentamiento civil en una comunidad local). Y en tal caso no atentarían sólo contra este o aquel artículo de la Constitución…, sino sobre todo contra el principio de justicia democrática del que esa Constitución recibe su más alto valor.
Aurelio Arteta, EL PAÍS, 29/9/2008