José María Portillo-El Correo

No conviene usar la Constitución para invalidar al adversario

El renovado cabeza de cartel del Partido Popular en el País Vasco ha entrado en acción a toda máquina. Es de agradecer que Carlos Iturgaiz no haya escondido sus cartas y se pronuncie con total franqueza acerca del proyecto popular de «aunar fuerzas» con Vox. Lo sorprendente es que a renglón seguido diga que esa unión de fuerzas con la extrema derecha es necesaria para la defensa de la Constitución. Es una de las ideas directrices también del pacto entre PP y Ciudadanos, presentado como una coalición de «los constitucionalistas».

Parece, así, que desde el discurso de la derecha el espectro político ya no se cruza tanto de derecha a izquierda cuanto de constitucionalistas a enemigos de la Constitución. Ellos, la derecha, estarían, por supuesto, del lado bueno, el de la Constitución y los demás, todos, comenzando por el PSOE, en el lado de los malos, de los que quieren de manera ilegal alterar el orden constitucional y cargarse España. En apoyo de este giro del lenguaje político viene ahora a sumarse una nueva plataforma con gente no tan nueva al frente que, bajo el lema ‘Unión 78’, dibujan idénticos hemisferios (los constitucionalistas y los demás) y advierten del inminente peligro de un ‘finis hispaniae’.

De ello, del final de España, lleva el nacionalismo español advirtiendo desde Marcelino Menéndez Pelayo por lo menos, lo mismo que ínclitos nacionalistas de otro pelaje lo hicieron repetidamente respecto de sus propias naciones. Es por ello que ante tal empalago de constitucionalismo en el lenguaje político deba preguntarse si, en realidad, no se trata de otra manera de decir nacionalismo y de indagar por qué entonces no se dice así, de plano. De la tríada que quiere aunar el PP en su entorno, solamente Vox lo proclama sin ambages: somos nacionalistas españoles y qué. Lo que ellos llaman la «derechita cobarde» prefiere, sin embargo, envolver ese mismo nacionalismo en constitucionalismo.

Es sabido que fue característico del liberalismo del siglo XIX hacer constituciones identificadas con un ideario político, lo que a los historiadores nos permite diferenciarlas fácilmente pero a los historiados les costó alguna que otra guerra civil, pronunciamientos militares y revoluciones. No era buena idea y de ello tomó nota el constitucionalismo europeo posterior a las dos guerras mundiales, y en nuestro caso y de manera ejemplar, en la Constitución de 1978. Uno de sus atractivos principales es, precisamente, conformar un suelo constitucional que puede sostener a muy diferentes opciones ideológicas. Más aún, puede sostener a aquellos que no están de acuerdo con algunos de sus postulados estructurales, como Vox. Por ello creo un error la definición de «constitucionalistas activos» que hace el grupo liderado por Rosa Díez y que surge al calor de esta división del mundo entre nosotros y ellos. En la Constitución, dicen, «caben todos los demócratas que respeten sus normas, sea cual fuere su credo ideológico».

Lo bueno de nuestra Constitución es que caben también los que no las respetan y, por eso mismo, algunos de ellos han ido históricamente amoldándose a su juego político. Visto con perspectiva histórica ha habido más domesticación constitucional de HB que imposición de sus postulados contrarios al orden constitucional, de ahí que haya tenido que mutar tanto de siglas. Lo mismo puede decirse de Cataluña entre 2012 y el día de hoy.

No es buena idea, por tanto, utilizar la Constitución como una forma excluyente de identidad que te permita catalogar a tu adversario político como contrario a su orden, lo que lo invalida políticamente. Puede que lo sea, y tiene todo el derecho a ello, pero establecer en la Constitución el punto de referencia básico de la identidad política puede estar apuntando en la dirección de convertir de nuevo la Constitución en un texto de partido o, lo que es peor, identificarlo con una manera concreta de entender qué es España y cómo debe organizarse políticamente. Eso está ya mucho más cerca del nacionalismo que de otra cosa.

Pero, sobre todo, resulta alarmante que en estos discursos que hacen de la Constitución un bastión ideológico se está excluyendo del espacio de la misma al Gobierno de España, y no por lo que haya hecho sino por lo que hará. Que la presencia de Podemos en el Gobierno traerá efectos perversos para la Constitución, que el Gobierno planea la amnistía de los políticos catalanes presos o que va a poner a España en almoneda: los argumentos para colocar al Gobierno de España en el lado de los malos son todos futuribles. Si el PP u otros voceros de este mensaje quieren hechos concretos de cuestionamiento del orden constitucional vigente pueden echar una ojeada al programa de Vox, a ver qué les dice del Título VIII o de ilegalizar partidos políticos. Sin embargo, Vox cae del lado de los buenos en esa división que quiere imponer la derecha porque comparte nacionalismo. Arzalluz habría dicho esto de manera más escueta: Estamos nosotros y están los «malos vascos».