Cayetana Alvárez de Toledo-El Mundo
Me quedé un rato mirando el techo: un crujiente artesonado renacentista sobre una galería tallada con hojas de acanto, fieras mitológicas y figuras humanas. Debajo, un mural, y otro, y otro, con los retratos de los diputados del reino de Valencia a finales del siglo XVI: brazo militar, brazo eclesiástico y brazo real. El pintor, talento y paciencia, había tenido que retocar su obra varias veces porque los ilustres caballeros se quejaron de que parecían «inmaduros», «demasiado italianos». Rufianes y Errejones de la época. Seguí observando. En el cuarto lateral me sorprendió la imagen de una mujer rubia y guapa, con una espada en una mano y, en la otra, la balanza. Ah, la Justicia. ¿Pero por qué no lleva los ojos vendados? Me acordé de Zaplana, agonizando. Y de Rita, muerta. Y también de Camps, que ahí estaba, en segunda fila, sufriendo. Cuando de pronto entró el Rey.
Felipe VI subió al estrado buscando el punto justo entre la autoridad y la humildad. Escuchó los febriles elogios del presidente de la Fundación Manuel Broseta y el mensaje de Ximo Puig -las Autonomías no se tocan-, y luego tomó la palabra. Cálido, dio las gracias a los tres hermanos Broseta por el premio; estadista en jefe, se detuvo en la palabra convivencia, eje de su último discurso navideño y divina especie en extinción. «Un modelo de convivencia», reiteró, «es aquel donde todos los españoles tienen cabida». Y entonces comprendí un par de cosas.
La primera y más obvia es el papel de la monarquía frente al golpe separatista, que continúa. Sabemos, y por eso lo premiamos, que el discurso del Rey del 3 de octubre de 2017 tuvo un impacto decisivo. Entonces y para la historia. Lo apuntó Rafa Latorre hace unas semanas. Y yo elaboro. Por primera vez en 40 años una autoridad del Estado aparcó la condescendencia, los eufemismos de parvulario y la vanidad paternalista para dirigirse a los nacionalistas como si fueran adultos. Les habló desde la democracia y para la democracia. Ejerciendo exactamente su papel de árbitro, que consiste en defender las reglas del juego. Porque esas reglas se pactaron, son de todos -también suyas-, a todos protegen -también a ellos-, y expresan lo mejor de España: la voluntad de los españoles de vivir juntos los distintos. Convivir. Pero el discurso del 3 de octubre también brilló por otro motivo, aún más relevante. Por vez primera una autoridad del Estado se dirigió a los constitucionalistas, a la mayoría catalana y no como es tradicional a la minoría catalana, y les dijo: tenéis razón. La razón y mi amparo. Este gesto inédito le augura a Felipe VI un 2019 de fuego y furia. Para empezar, el 25 de febrero inaugura el Mobile World Congress, ahora junto a Torra. ¿Qué debe hacer? ¿Arrancarle el lazo amarillo de la solapa? ¿Aguantar la humillación? ¿Y cómo ha de reaccionar si, como es probable, el xenófobo pendenciero aprovecha su turno de palabra para reclamar la libertad de los mártires y gritar «Franco lives!»?
Este trago ácido es sólo el aperitivo de la bacanal que se avecina. Si el año pasado el Rey no pudo ir a Gerona -volverá-, ahora Colau pretende expulsarlo también de Barcelona, culminando aquella obscena operación por la que una manifestación contra el terrorismo trasmutó en aquelarre contra la monarquía. Lo explica el disolvente Documento de estrategia y acción política aprobado por los Comunes el sábado y que incluye, claro, la redacción de una Constitución catalana dentro de una nación de naciones española. Y pensar que con esta gente muere por gobernar Iceta. Peor aún, que a esta gente le hace el juego la burguesía tercerona del Círculo de Economía, que el jueves desembarcó en Madrid de la mano del Grupo Prisa, para explicarnos que la única solución al «conflicto catalán» es seguir los consejos de Santiago Muñoz Machado y convertir España en una suma, más bien resta, de naciones autoconstituidas. Don Santiago Muñoz Machado, flamante presidente de la Real Academia Española y aspirante a una doble gesta histórica: la feminización del Diccionario -ya que estamos, ¿por qué no su transexualización?- y la desnacionalización de España.
Pero sigamos. Mientras el Rey se mezclaba entre la gente, allá Mónica Oltra alabando por lo bajo su buen valenciano, aquí Isabel Bonig conjurándose frente a Vox, pensé en la diferencia entre el hombre-institución y los partidos-hombre. Entre los admirables esfuerzos del Rey por representar a todos los españoles, desde el siniestro Arnaldo Otegi a la luminosa Ana Iríbar, y la moda contemporánea de que a cada ciudadano le corresponda un partido. La política está sometida a dos procesos simultáneos: por una parte, proliferan los proyectos de autor, dependientes del carisma o la astucia de un líder. Por otra, los ciudadanos, mimados como clientes VIP, han perdido la voluntad de transacción y pacto. Exigen que se les represente de forma pura y exacta. Sin concesiones ni matices. Porque yo lo valgo. Las feministas quieren tener su partido. Los cazadores, el suyo. Los españoles pata negra, el propio. ¿Y qué hay de lo mío? El resultado es que, donde antes había cuatro o cinco opciones, ahora hay tantas como gustos, opiniones, intereses, identidades, sensibilidades y hasta estados de ánimo. Los consensos son cada vez más frágiles; las rupturas, más frecuentes; y la estabilidad, un milagro.
Algunos ejemplos locales: el antipresidente Sánchez ha convertido al centenario PSOE en una cofradía catalanofeminista al servicio de su permanencia en el poder. Y que arda España. El intrépido Valls se ha presentado a la alcaldía de Barcelona sin las siglas de Ciudadanos y ya veremos con cuánto éxito. Los narcisos Carmena y Errejón han traicionado a los ególatras Iglesias y Montero, y juntos han enterrado al partido Pudimos. Bravo. Y Macron, gran esperanza europea contra el populismo, ha acabado convocando una mega-consulta popular de dos meses de duración, que arrumba las instituciones republicanas y legitima a los nuevos indignés. Es evidente que estamos ante otro latigazo del péndulo. El inculto culto al sujeto está socavando la democracia objetiva. El sintagma «participación ciudadana» está degenerando en antónimo de acuerdo civil. Y, qué notable, instituciones como la monarquía están pasando de ser un anacronismo a un ejemplo a emular.
La Corona es lo contrario de un proyecto de autor. Hereditaria, constitucional, vasalla de la biología y de la ley, su deber es preservar la integración. Del Diccionario de Muñoz Machado: integrar: constituir un todo. Precisamente lo que necesita España. Proyectos capaces de revertir la atomización territorial, política y social. Personas, líderes y también votantes, con la suficiente humildad como para asumir que Cataluña no será nunca un solo pueblo, pero tampoco España la unión de los idénticos. No sé si él lo sabe -su departamento de Prensa no lo destacó- ni si se lo perdonarán los nuevos guardianes de las esencias populares refugiados en la derechona valiente. Pero eso fue lo mejor del aguerrido discurso que ayer pronunció Pablo Casado en la Convención del PP: «Existimos para la convivencia y el progreso de los que piensan distinto». «No propongo un país sin socialismo, sino un país en el que el socialismo no sea obligatorio». «Hay que unir el voto para unir a los españoles de nuevo». Unir a los ligeramente diferentes para que los distintos sigan unidos. Aquello que en una Valencia en vísperas de puente, el cielo de espuma, las naranjas firmes, el Rey de España llamó un mandato de conciencia.